Una investigación experimental encabezada por Antonio J. Romero del Departamento de Geografía, Prehistoria y Arqueología de la UPV/EHU muestra que las mordeduras humanas de huesos tienen características distintivas que permiten diferenciarlas de las producidas por otros animales, y que el cocinado previo de la carne influye en la aparición de estas marcas. Este estudio aporta valiosas conclusiones para el análisis de restos de comida encontrados en yacimientos.
Los yacimientos arqueológicos hablan de la vida cotidiana de las gentes de otros tiempos. Sin embargo, saber leer esta realidad no suele ser algo sencillo. Conocemos que las sociedades del Paleolítico vivían de la caza y la recolección, pero los huesos que se encuentran en los asentamientos prehistóricos no siempre son desperdicios de comida de las sociedades que allí vivían. O no sólo son eso. Este tipo de gentes eran nómadas y solían moverse constantemente por el territorio, por lo que sería habitual el merodeo de otros depredadores, como hienas o lobos, en busca de las sobras de comida de los humanos. O incluso, en determinado momento, los carnívoros podrían utilizar como refugio una cueva abandonada por las gentes de la Prehistoria y criar allí a sus cachorros, introduciendo huesos de los animales capturados para alimentarlos. Estos depredadores solían morder los huesos, dejando en ellos improntas de sus dientes.
Por tanto, es muy difícil identificar, por ejemplo, una paletilla de muflón consumida asada hace varios miles de años, de la que hoy sólo quedan algunos fragmentos de hueso. Para poder llegar a identificar casos como ese, una vía novedosa es analizar las marcas que generamos en los huesos los humanos durante el consumo de carne en la actualidad. Los seres humanos no sólo modificamos los huesos al usar sobre ellos cuchillos de piedra y al exponerlos al fuego para cocinarlos, sino que también producimos, como otros animales, marcas de mordeduras sobre las superficies óseas al arrancar la carne para alimentarnos.
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