Revista Opinión
Cierto es que le prometió amor eterno —más allá de la muerte, repetía como un mantra—, que cuidaría de ella, en lo bueno y en lo malo, pero no siempre las cosas son tan simples para cumplirlas. Todos bendijeron el enlace, les dijeron que hacían buena pareja, que estaban hechos el uno para el otro, que les aguardaba un sinfín de alegrías. Pero no repararon en que el terreno también tiene baches. “Serás mi amante”, sentenció en un tono que sonó algo presuntuoso la primera vez que se vieron. A su lado, él se sentía como un héroe, el deseo le desbordaba y actuaba con demasiado ímpetu. Era algo que necesitaba enmendar por el bien de ambos, aunque no le concedía excesiva urgencia. Le gustaba emocionarla con su sola presencia, que viera en él a alguien más que un compañero de juego. Por entonces se cuidaba muy mucho de que ella pensara que la trataba a patadas, aunque a veces pareciera lo contrario. “Juntos lograremos lo que nos propongamos”, le susurraba al inicio del posible ‘noviazgo’. Y le recitaba las consignas de su padre y mentor: aunar esfuerzos, crear un ambiente propicio, un clima receptivo, un acercamiento sin miedo. Por él no iba a quedar, de entusiasmado que estaba. Veía en aquel ser la media naranja que cualquier persona busca para el resto de su vida. Sus padres estarían orgullosos, se decía. Y así fue como poco a poco la atrajo. Ella también puso de su parte, hay que admitirlo. Fijado el objetivo, no había razones para que el asunto se desviara. Pero en ocasiones, durante lances concretos, sucedía. Y por momentos, la frustración le consumía, una frustración que no siempre podía sujetar. No era lo que había ensayado. Entonces renegaba en arameo y se echaba las manos a la cabeza o se tiraba de los pelos. Por suerte, se le pasaba rápido, pues no había tiempo para lamentaciones. Se jugaba mucho. A cambio, cuando ella se dejaba acariciar y él percibía que la relación ganaba enteros, se consideraba el hombre más feliz. Formaban un buen tándem, sólo había que mejorar los detalles.Cuentan que en una ocasión, recién comenzado el idilio, al verla en la distancia, sin poder contenerse, corrió a su encuentro como un cervatillo por la pradera, ágil, resuelto, pero con la determinación de un león. Ella lo recibió como una mascota que obedece ciegamente a su amo. Esa compenetración quedó impresa en la memoria de quienes asistieron a lo que fue considerado un encuentro triunfal.Aseguran que el roce hace el cariño, así que entre ambos aumentó la pasión como un globo que se hincha paulatinamente, hasta un punto máximo que él no supo advertir. Y a poco, sin causas que lo justificaran, le surgieron unos celos que consumían al personaje. Comenzó a desconfiar, creía ver infidelidad sin pruebas, se le agrió el carácter, se comportaba como un vulgar marido que se considera traicionado. La transformó en su obsesión. Sus amigos le advirtieron de que esa ofuscación no conducía a nada, mas no hizo caso.Aquella tarde apareció visiblemente alterado, con un semblante criminal. Parecía otro, un psicópata. “No dejaré que nadie más te toque”, proclamó bravucón ante miles de testigos presenciales que no daban crédito. “No estoy loco, sólo sé que la amo. La amo tanto que soy capaz de matar por ella”, se justificó momentos antes del suceso. Ella, la pelota, asumió que habían perdido el partido.