“Lo único que necesita el mal para triunfar es que los hombres buenos no hagan nada.”
Edmund Burkque
Tal vez mis pensamientos no lleguen a interesarle a nadie. En esta época parece menospreciarse cualquier pensamiento que no provenga de alguien con un título universitario, dinero o poder. De todas formas contaré mi experiencia.
A los veinte años no me importaba prácticamente nada. A los veinte la vida parece simple. Mientras haya diversión y con qué llenar el buche, el veinteañero no protestará. Es una edad casi hippie, idealista, ilusa, donde las responsabilidades parecen lejanas y absurdas…una edad donde se disfruta en cantidad, pero sin saber sacarle el jugo a casi nada. O bueno, así era yo.
Conforme pasa el tiempo, el peso de los años y la carga de la vida lo alcanzan a uno y se llega a unos medianos veintitantos o quizás a unos tempranos treinta y tantos, el punto es que a uno le entran muchas ganas de tener algo, de prosperar. Uno empieza a querer construirse un futuro, uno llega a hacer conciencia de que la vida no es tan sencilla, de que hay que sudarla para ganarla, a unos más que a otros.
Luego de caerse la venda idealista, irracional y juvenil, uno empieza a conocer el valor del trabajo duro, se empieza a darle la razón a los padres en muchos aspectos. Uno madura, uno empieza a tomarse en serio la vida. Las circunstancias son diferentes para todos, pero algo es cierto: pasan los años y uno ya no vuelve a ser el mismo, uno empieza a reconocerse limitaciones.
Sinceramente yo alcancé el inicio de mi madurez un poco tarde, me bastaba con trabajar y subsistir, no tenía más anhelos que estar tranquilo y sin preocupaciones, y no me interesaba más que en mí. ¡Vaya idiota que era!
Idiota, sí, pero no en un sentido tan literal, sino más bien en un sentido más antiguo de la palabra, más griego. Lo cierto es que la raíz griega que se traduce por “idiota”, designaba a un ciudadano egoísta, al que no le preocupaban para nada los asuntos públicos. Eso lo sé ahora. Antes no, antes de la llegada de mis hijos no me interesaba más que mi propio bienestar y nada más que eso.
Cuando mis hijos llegaron, es natural, mi vida dio un gran giro. Tocaba madurar, procurarles un futuro cada vez mejor. Las cosas que antes no me importaban, como el seguro social, las tasas de desempleo, la crisis, los impuestos y ese tipo de cosas —que yo consideraba tonterías—, de repente empezaron a parecerme tan importantes, tan cruciales, que en unos cuantos años cambió mi visión del mundo.
No diré que de la noche a la mañana me volví sabio. ¡Ni mucho menos! El problema es que cuando a uno le afectan verdaderamente las cosas, no le queda más remedio que estudiarlas, comprenderlas, aunque sea bajo la escuela de la vida y la experiencia. Con el tiempo vi cómo estaba organizado el mundo en realidad, y no pude sentir más que pena por el futuro que le esperaba a mis hijos. Fue entonces cuando llegué a una etapa de madurez diferente, dejando mi idiotez griega atrás, empecé querer hacer algo para mejorar el mundo en el que vivo, no desde el punto de vista del egoísmo, como etapas atrás, sino desde el altruismo propio de quien vela por la vida y futuro de alguien.
Una vez que alcanzas ese grado de comprensión de la vida y del entorno, ya no puedes volver a ser el mismo sin culpas. Uno llega a sospechar que este mundo no está así porque la mayoría hagan esfuerzo por dañarlo, ¡no!. Tampoco es que sean pocos los que comprendan la verdadera situación del mundo. No se necesita ser un genio para saber que humanidad en su conjunto están yéndose a pique, eso más o menos lo intuyen todos. El problema está en que la mayoría de los que comprenden esta realidad, son seres inactivos.
Confieso que jamás participé en protesta o marcha alguna, algunos no estamos hechos para eso. Tampoco querría que mis hijos se expusieran a ello. Sin embargo, a mis sesenta años, creo entender que una persona hace mucho compartiendo sus ideas. Creo tener la certeza de que la fuerza más poderosa para la gente —y la más menospreciada— son las ideas.
Ahora creo que no solo basta con estar inconforme con el sistema y criticarlo. Siento que la misión de todo ciudadano desee salir de la idiotez al estilo griego, debe estudiar su realidad, cuestionarla y conversar de ello una y otra vez con su prójimo. Que tal como se desea mover las economías locales, las ideas también deben ponerse en movimiento, deben pasar de mano en mano, para que aumenten tal como lo hace el dinero.
Hace algunos años, y con muchas vivencias sobre los hombros, pude dejar mi inactividad atrás, pude dejar la protesta infructuosa y carente de sentido, para profesar una verdad más elevada, para contribuir al mercado local de ideas. Al fin llegué a entender que las ideas son el gatillo que golpea y dispara la bala que acaba con quien desea vivir como parásito agresivo del esfuerzo de otros.
*Esta es la reflexión de Alfonso Cedillo, un hombre cualquiera, enviada a un periódico cualquiera. Un editor cualquiera la rechazó de su sección de Cartas de los lectores, por considerarla una reflexión absurda.
Por Donovan Rocester /donovanrocester.wordpress.com