Han pasado ya dos semanas largas desde que tomé alojamiento en el hostal torateño, donde pagué para quedarme un mes entero; aunque como el cuarto que me dieron resultó ser bastante inhóspito (austero, sucio, frío, ruidoso y con poca luz) finalmente sólo pernocté allí el tiempo suficiente para considerar amortizado el alquiler; o sea, poco más de diez días. Tiempo de sobra, no obstante, para llegar a conocer Torata del derecho y del revés. Un pueblo tan pequeño tiene pocos secretos, y durante esos días pude recorrer todas sus calles y explorar todos sus caminos. Me habría gustado también entrar en todos sus comedores, pero mi hábito de alimentarme sólo cuando tengo hambre (y no cuando "es la hora") resultó incompatible con sus horarios, ya que -salvo uno- abrían sólo para el almuerzo. No es que Torata tenga un desproporcionado número de restaurantes (como tales, había sólo tres), pero hay bastantes casas particulares que, sin pauta fija, abren de ordinario sus puertas al público para ofrecer comidas durante dos o tres horas, normalmente a mediodía. Conté aproximadamente diez de estos informales comedores, un número sorprendente para pueblo tan pequeño. No sé si esta costumbre es habitual en Perú o es que, por la cercana mina de Cuajone, Torata debe alimentar a muchos comensales que no tienen casa propia.
Al cuarto o quinto día de mi estancia descubrí que había en el pueblo una oficina de turismo, y en un par de ocasiones estuve hablando largo rato con sus empleados, quienes -para mi agradable sorpresa- parecían bastante más interesados en escuchar lo que yo pudiera contarles que en facilitarme información turística. Me llamó mucho la atención su insaciable curiosidad por mis impresiones viajeras, no sólo las del Perú sino en general, y en nuestras dos charlas fui yo quien llevó el peso de la conversación. No obstante, alguna información obtuve de ellos, así como sus ideas sobre ciertos temas; como por ejemplo su -para mí inesperada- actitud crítica respecto a la minería, o su simpatía hacia Rusia en el conflicto con Ucrania. También me confirmaron (junto con mucha otra gente en mi larga vida de viajero) que el clima en Perú está cambiando: en las últimas décadas hace más calor que antes, y llueve menos. En el aspecto turístico, fueron ellos quienes me sugirieron que viniese a visitar la ciudad en la que estoy ahora, Ilo, sobre el Pacífico. En principio no me convenció mucho la idea, porque en los mapas meteorológicos esta costa aparece siempre con unas temperaturas más bien frescas; pero ahora puedo decir que tal información resultó ser muy engañosa, pues lo cierto es que aquí el clima, al menos estos días, es mejor que en la sierra.
Cuando me cansé de esa deprimente habitación en Torata me fui a Moquegua para pasar varios días y planear mis próximos pasos. No me habría importado quedarme en dicha ciudad hasta emprender el largo camino de vuelta a Santiago de Chile, pero la dificultad para encontrar un alojamiento medianamente tranquilo y agradable me desanimaba. Por pura casualidad di con un hotelillo que no estaba mal en cuanto a ubicación, luz y ruidos (aunque la cama era demasiado dura), así que lo tomé durante tres noches para valorar, mientras tanto, las posibilidades que andaba barajando: (a) consumir en Moquegua el resto del mes y marcharme luego, desde allí, directamente a Santiago de Chile, (b) empezar ya mi regreso, tomándomelo con calma y pasando tal vez una semana por Argentina, o (c) aceptar el consejo de quedarme unos días en Ilo. Y como esta última está a poco más de una hora de Moquegua, lo que hice fue venir primero en visita diurna de inspección: una buena mañana me subí a uno de los económicos minivan (30 soles ida y vuelta) que salen constantemente hacia la costa y me presenté aquí para ver qué tal; y como el resultado fue favorable, al día siguiente dejé Moquegua a mi espalda para siempre y volví a Ilo para varios días.
Ahora que empiezo a conocer un poco esta ciudad costera me resulta inevitable establecer comparaciones con las del interior. El contraste entre una y otras me hace advertir lo provincianas que son las demás localidades del Perú que he conocido: Tacna, Moquegua, Torata, Otora, Omate... todos ellos lugares de interior, con un ambiente muy campesino y con la población más modesta que concebir se pueda: gentes de aspecto muy andino que no muestran la más mínima preocupación por la estética ni por la apariencia física. En Ilo, por el contrario, el tono de piel predominante es menos aindiado, las mujeres van un poco más arregladas y hasta he contado dos de ellas con falda; todo un récord. Por lo demás, la vida es un poco más cara y puede percibirse, en la actividad y el estilo de vida, ese característico aunque indefinible ambiente de litoral que siempre, en toda sociedad, es algo más dinámico y "progresista" que el de tierra adentro, si bien no soy yo capaz de determinar cuál es la causa y cuál el efecto: ¿son las localidades costeras las que atraen a determinado tipo de personas, o las que las transforman?
Por desgracia, lo que sí parece haber atraído Ilo es una buena cantidad de venezolanos, con sus llamativos peinados, sus tatuajes y ornamenta metálica, sus gafas oscuras de chuloplaya y su chabacana vestimenta; y siempre pidiendo, llamando la atención, molestando y -cómo no- delinquiendo, según los naturales del país me han comentado en varias ocasiones. Ahora bien, lo que no se les puede negar a estos venecos es que son muchísimo más guapos que los peruanos, más bonito su color de piel, con mejor gusto vestidas y adornadas las mujeres (que no los hombres), en acusado contraste con las andinas, que combinan las ropas más feas sin importarles un bledo su aspecto exterior, poniendo así de manifiesto una sorprendente -y tal vez, en el fondo, encomiable- carencia de presunción.
Sea como fuere, Ilo le lleva a Moquegua la ventaja de ser mucho más tranquila, o -digamos- menos bulliciosa, así como la de tener cien restaurantes donde sirven pescado y marisco frescos y a buen precio, de modo que es un buen lugar para variar mi dieta de las últimas semanas. Una de las cosas que he descubierto hace poco en Perú es que la buena carne de vaca no es nacional, sino argentina; y no es fácil encontrarla (a juzgar por los comentarios que me hizo el gerente de un restaurante); de manera que, en el fondo, para comer buena carne peruana las opciones se reducen al cordero y la alpaca, dado que el cerdo nunca se aproximará al ibérico y el pollo es, como en todas partes, de crianza industrial (salvo que verdaderamente proceda de chacra). Como creo haber dicho ya, el pollo con arroz es la comida nacional. La inmensa mayoría de los restaurantes y comedores lo incluyen a diario en sus menús, cuando no como plato culinario único; y en general, con toda seguridad, en un día cualquiera come pollo con arroz más de la mitad de los peruanos.
Otra especialidad que he encontrado en Ilo son las "papitas arrebosadas" (que no es deformación de "a rebosar" sino de "rebozado", que es básicamente una gran bola de puré de patata, rellena de mantequilla o queso, rebozada en huevo y frita. La sirven con "ensalada", que es el nombre que en Perú le dan a la lechuga cortada y servida en la mesa.
He estado escribiendo este capítulo en la terraza elevada de un restaurante junto al mar que tiene las mejores puestas de sol de Ilo; pero, por desgracia, la música ambiental es insufrible: ese hip-hop cubano, bachata o como se llame, cuyas canciones tienen siempre idéntico ritmo, todas la misma voz de chicharra distorsionada mediante sintetizador y el mismo tipo de letra, de una vulgaridad que causa rubor. No puedo evitar preguntarme por qué nos torturan con esta música: si es que semejante basura le gusta a la clientela o es que le gusta al pinchadiscos. En cualquier caso, en cuanto acabe de tomarme la Cusqueña Doble Malta que he pedido me largo de este local para no volver.