Revista Cultura y Ocio

Ilustración y superstición

Por Daniel Vicente Carrillo


Ilustración y superstición
La Ilustración no es un movimiento, sino, al menos, dos: El de quienes creen que fe y razón son compatibles (Malebranche, Boyle, Arnauld, Leibniz, Clarke, More, Cudworth, Euler, Berkeley...), y el de los que lo niegan (Tindal, Toland, Voltaire, Diderot, d'Holbach, Hume, Hamann, Jacobi...). Los primeros heredan la gran tradición de la Escolástica, que si bien no inventó la razón ni la hizo relucir por vez primera, sí promovió su ejercicio durante siglos y su institucionalización en lo que entonces era "la reina de las ciencias", la teología, descendiendo a partir de aquí a todas las demás que se formaron en derredor suyo. ¿A cuántas religiones conocemos que cuenten con paladines ortodoxos como San Agustín, Santo Tomás y decenas de otros que se hallan entre los más grandes pensadores de la humanidad?
Luego, la Ilustración en sentido amplio, donde caben tirios y troyanos, determina sólo un método válido a priori para juzgar. ¿Y qué se juzga? Lo que en una mente no ilustrada constituye un axioma fuera de toda duda o un hecho enteramente sujeto a la opinión, religioso o no. Son, pues, las luces el símbolo de un frío método, y no un ardoroso programa con determinados fines redentores, al que todos los progresistas se refieren con los términos "proceso de liberación" o expresiones metafísicas análogas.
Por otro lado, según Lactancio, citado por Herbert de Cherbury, los supersticiosos son aquellos "qui superstitem memoriam defunctorum colunt; aut qui parentibus suis superstites, celebrant imagines eorum domitanquam deos penates", esto es, los que reverencian la supervivencia de la memoria de los muertos, o los que sobreviviendo a sus padres adoran sus imágenes en el hogar, como a dioses lares. A su vez, Cicerón define la superstición como "timor manis deorum", un vano temor a los dioses, al tiempo que se refiere a la religión como "deorum cultus pius", un culto devoto hacia los dioses.
Asociar superstición y religión (o credulidad y creencia) es una de las muchas confusiones léxicas de las que se valen los ateos para predisponer el debate a su favor y ganarlo sin necesidad de discutir. Pues ¿quién querría discutir con un supersticioso? Los propios ateos, temerosos de sostener algo en firme (eso significa "afirmar"), se definen negativamente, sintiéndose más cómodos bajo el equívoco rótulo de escépticos.
Ahora bien, en términos cognitivos una persona supersticiosa es la que establece vínculos causales arbitrarios en vistas a predecir lo que está más allá del ámbito de su capacidad deductiva, como por ejemplo su fortuna o la de otros. Arnauld escribe:

Después de conocer que existen gentes infatuadas por las locuras de la astrología judiciaria y después de comprobar que tantas personas serias se ocupan de estas materias, de nada debemos extrañarnos. Así, hay en el cielo una constelación a la que algunas personas han denominado "balanza" y que se parece a una balanza como a un molino de viento; pues bien, porque la balanza es el símbolo de la justicia, estiman estos tales que quienes nazcan bajo esta constelación serán justos y equitativos. Existen otros tres signos en el Zodíaco, llamados Aries, Tauro y Capricornio; buen podríamos denominarlos Elefante, Cocodrilo o Rinoceronte. Quienes siguien estas doctrinas piensan que aquellos que lleguen a ingerir alguna medicina cuando la luna se encuentra bajo esas constelaciones están en peligro de vomitarla porque el carnero, el toro y el macho cabrío son animales rumiantes.

Esto no sucede en el catolicismo, que ha dejado para el solo conocimiento de Dios los arcanos del destino humano y otros muchos misterios, revelando sólo los imprescindibles para la salvación. El católico es un culto que prohíbe la idolatría hacia la naturaleza o a hacia cualquier otra potencia mística que no sea Dios o remita a su noción. Han sido los maniqueos y los magos quienes se han atribuido un conocimiento superior del mundo, al mezclar la teología (el discurso sobre el ser) con la física (el discurso sobre la realidad), engendrando en consecuencia absurdas cosmovisiones e imponiendo prácticas extremas, ya por laxas o por rigoristas. En este sentido la Iglesia ha actuado como un muro contra nuestra innata locura.
Leopardi es también de este parecer:

La metafísica, que busca las razones ocultas de las cosas, que examina la naturaleza, nuestras imaginaciones, e ideas, etc., el espíritu profundo y filosófico, y razonador, son fruto de la incredulidad. Pues bien, las que más propagaron estas cosas fueron las religiones judaica y cristiana, que enseñaron y habituaron a los hombres a mirar por encima del campanario, a indagar debajo del pavimento, en suma a reflexionar, a buscar causas ocultas, a examinar y a menudo a condenar y abandonar las creencias naturales, las imaginaciones espontáneas e infundadas, etc.

Leibniz escribió que, si la razón no asistiera al cristianismo, habría tantos motivos para creer en la Biblia como en el Corán. Por ello la católica no pide otra prerrogativa que ser la verdadera religión, mientras que para el resto de fes es más importante la certeza subjetiva (mi salvación) o el imperativo político (mi derecho) que cualquier otra finalidad de tipo filosófico. No aspira, entonces, a abrumar al hombre con prodigios ni a disolverlo en las insondables aguas del infinito, sino a ilustrarlo y a restituir su dignidad perdida. La lucha de la Iglesia ha sido la del Humanismo -aunque aquí también quepa hablar de varios Humanismos, como hemos hablado ya de varias Ilustraciones-, sin romper jamás su alianza con el orden y la razón. Quienes aspiran a destruirla, sea por pompa, por costumbre o por libertinaje, son los fantasmas de los titanes sobre cuyos cadáveres se edificó Occidente.

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