Por Iván Rodrigo Mendizábal
(Publicado originalmente en la revista digital Revista Punto Tlön de la Universidad de Los Hemisferios, Quito, el 12 de mayo de 2018, luego reposteado por el autor en su blog Todo Iván Rodrigo Mendizábal, Quito el 13 de mayo de 2018, y posteriormente publicado en España en la Revista Mundo Verne #28, septiembre 2018, de la Sociedad Hispánica Jules Verne)
Se da una frecuente confusión entre los lectores cuando se cree que los libros ilustrados o las ilustraciones insertas en determinadas novelas son para niños y adolescentes, frente a otros libros que no los tienen y se hacen pasar por “serias”. Tal confusión viene apoyada por ciertos esquemas de mercado que han situado, por ejemplo, la literatura de Julio Verne como si fuera enteramente dirigida al sector juvenil, más cuando en ellas y en su origen, sus novelas eran publicadas con ilustraciones. Cabe preguntarse si en verdad las ilustraciones de libros desdicen de su naturaleza y su contenido.
Roman Gubern en su La mirada opulenta (Gustavo Gili, 1994) afirma: “nuestra cultura logocéntrica que precisamente inventó el libro ilustrado, sirvió contradictoriamente para ilustrar la subordinación de la imagen al texto escrito, convirtiéndola en su humilde servidora”. Tal aseveración pone en evidencia el problema que trato de abordar: la cultura logocéntrica, anclada en la palabra hablada o escrita, pese a que produce y reproduce imágenes, minimiza el valor de estas y, en el caso de los libros ilustrados, las asume como si fueran “apoyo” del contenido. Roland Barthes, en su texto “Retórica de la imagen” (en Lo obvio y lo obtuso: Imágenes, gestos, voces (Paidós, 1986)), por su parte, reafirma la sobrevaloración de la imagen dentro del texto escrito cuando dice que en este habría dos funciones: una de anclaje y otra de relevo; es decir, el texto subordina a la imagen y obliga a que la leamos siempre en consonancia con las palabras, como es el caso de la función de anclaje y, en otro, cuando la imagen, incluso pretendiendo tener autonomía, está señalada por el texto llevándole a que se produzca otra significación, cuestión de la función de relevo: en el anclaje la palabra somete el sentido de la imagen (una fotografía que tiene un pie que enuncia lo que se ve o lo que (en) esta (se) dice) y en el relevo el texto complementa a la imagen (el cómic, aunque pese a la acción que despliegan las viñetas, el texto, el diálogo, puede dar sentido a las acciones).
El logocentrismo de la cultura que produce libros, incluso nos sugiere Gubern, tiene su historia: pues las imágenes se producían desde antes para sustituir la información textual y el conocimiento para públicos analfabetos, apelando a las imágenes y, con ellas enseñar valores religiosos y, en otro caso, sociales. En este sentido, uno debe recordar el nacimiento, en el contexto de la Modernidad y el periodismo, de Yellow Kid en 1896 y su función educadora sobre determinados problemas de la sociedad norteamericana.
Es claro que en el XIX los periódicos y los libros aprovecharon de las imágenes, aunque el peso fue siempre el de las letras: masas de texto donde aparecen entre columnas, alguna imagen, o textos formateados y, entre páginas, alguna que otra ilustración. La cuestión iba más allá de la aplicación educadora de la imagen, también se trataba de aprovechar las potencialidades del desarrollo tecnológico de la imprenta al querer reproducir imágenes, en principio grabados y posteriormente fotografías. Hoy en día ya nadie se inquieta sobre el poder de las imágenes y de los textos, en periódicos y libros.
Una pregunta nace sobre la inserción de ilustraciones en libros sin que necesariamente se piense como que están dirigidos a públicos adolescentes y, para hilar fino, para los aún “analfabetos” de la cultura. Las ilustraciones en las novelas en el siglo XIX (lo mismo que hasta el presente) no funcionan ni en el contexto de anclaje, ni en el de relevo. Las ilustraciones son paratextos fronterizos y dialogan con el texto fundamental: no sirven de apoyo ni amplían su sentido. Entonces, ¿es posible leer las ilustraciones de libros de forma paralela a las tramas de las novelas que las contienen?
Una respuesta inmediata es clara: en una novela que contiene ilustraciones lo que prevalece es el mismo horizonte de la cultura logocéntrica, es decir, la novela se construye mediante palabras y estas hacen imaginar mundos posibles; de ahí que la novela en sí misma marca el sentido que pueden tener las imágenes que contengan. Estaríamos dándole la razón a Barthes al decir que el propio texto de la novela hace que anclemos nuestra mirada a la imagen inscrita entre páginas. Pero la tensión nace cuando la imagen hace imaginar al texto de la novela, es decir, su diálogo con aquel es a partir de su función de relevo: la imagen, la ilustración de pronto dice, aunque sea sutilmente cosas que no necesariamente están en aquella. Y este hecho incluso se puede discutir cuando un libro cualquiera tiene, en sus distintas, ediciones, otros ilustradores. En otras palabras, las ilustraciones, como paratextos, dialogan desde las fronteras del anclaje y del relevo.
Volvamos a los libros de Verne. Sus libros fueron ampliamente ilustrados. Hay un extenso estudio sobre estos y los ilustradores, realizado por Arthur B. Evans, en “The Illustrators of Jules Verne’s Voyages Extraordinaires”, publicado en Science Fiction Studies, XXV:2 de julio 1998. Detengámonos brevemente en la novela Los quinientos millones de la Begun (1879). Las ilustraciones fueron hechas por su amigo Léon Benett, amigo, además de Verne y del editor Pierre-Jules Hetzel.
Los quinientos millones de la Begun es una novela que contrapone la idea de la construcción dos ciudades, ambas promovidas por dos millonarios, tras una herencia que reciben. En un caso, una ciudad, utópica, donde se puede vivir en paz, donde se destierran los problemas y enfermedades, donde la dicha y la felicidad se ha convertido en el día a día de sus habitantes; frente a ella, otra ciudad, la de acero, en la que se ha fabricado una poderosa arma, con la intención de dispararla contra la ciudad utópica; la ciudad de acero, es distópica, gobernada por un empresario alemán que domina a sus obreros a quienes les hace trabajar bajo condiciones subhumanas. Frente a la otra, en esta ciudad las tecnologías están hiperdesarrolladas y su finalidad son para la guerra, antes que para la paz. Se dice que esta novela anticipó la hegemonía nazi, adelantándose varias décadas.
La novela tiene tres escenarios: el mundo “real”, del comercio, de la vida citadina occidental; el mundo de la ciudad de acero, enclavada casi en un entorno exótico, con sus barracas y su hábitat subterráneo; y, finalmente, la ciudad utópica, luminosa, alegre y próspera. La novela centra su acción en el mundo de la ciudad de acero. Se puede presuponer que Verne estaba haciendo una representación del industrialismo de fines de siglo, con su modelo de producción en cadena, con sus obreros objetivados al trabajo, con la idea de la fábrica como si fuera una cárcel.
Benett contribuye y tensa con sus dibujos, con sus ilustraciones, a la novela, logrando darle una cierta densidad. En ella sus personajes persiguen fines y se abocan a proyectos. La narración se centra en las estrategias para el logro de lo que persiguen. Benett pone algunos elementos que la novela plantea, aunque con otro tono. Por ejemplo, la luz.
La pregunta es: ¿de dónde viene la luz? Verne en su novela habla de la electricidad en varias partes; señala que incluso los habitantes modernos de las ciudades se valen de la electricidad. En las dos ilustraciones de Benett precedentes, sin embargo, las fuentes de luz son, en un caso, de una lámpara incandescente (la parte media derecha, detrás del personaje que está sentado sobre la mesa) y en el otro, proviene de la ventana; la única cosa que se puede inferir es el teléfono, siendo este una larga bocina que el personaje del fondo tiene entre sus manos con dirección a su oreja. Dicho de otro modo, la idea de la electricidad es literaria pero las ilustraciones pareciera que representan la realidad de su inexistencia. Tal la tensión entre una realidad literaria y una realidad real que dentro del diálogo imagen-texto hacen un contrapunto que en la ciencia ficción será la marca, hoy, del steampunk.
Se puede decir que en el mundo presente-futuro de Verne la electricidad, que ya se ha vuelto un medio interesante y prometedor, hecho que es reafirmado por la trama de la novela en cuestión, es contrapuesta con la mirada de Benett que sigue anclada en el presente-pasado. Si no, pregúntese uno por qué una de sus ilustraciones (ver la superior) los personajes celebran con unas copas, siendo la luz cotidiana, aún, con velas, tal como se puede apreciar en la imagen donde en las paredes las vemos bien dibujadas.
La otra cuestión es la prefiguración presente-futurista de la ciudad de acero que es la fotografía, si se quiere, del mundo del industrialismo.
¿Qué es lo que vemos? Una fábrica con sus chimeneas que oscurecen la atmósfera, en un caso, y el otro, desde su interior, el mundo del trabajo, con la cantidad de humo irrespirable y, al mismo tiempo, como si fuera el aire pesado que domina al propio trabajo. En relación, a la luz, no hay luz artificial (electricidad), sino la propia luz que nace del fuego de los hornos. ¿No es acaso la imagen que se tiene de las fábricas que oscurecían los cielos de las ciudades europeas, toda vez que la energía era el carbón o la hulla? Benett, en su diálogo con Verne, lo que hace es, mediante estas imágenes, hacerle caer en cuenta que sus novelas, en particular, esta, era una más de las realistas del momento. Por lo tanto, si tuviéramos que sacar una lección de este diálogo para el tiempo presente, tendríamos que decir que la ciencia ficción en realidad es un tipo de literatura realista y no fantasiosa, donde el objeto de atención es, en verdad, algún proyecto político ligado a la explotación de la tecnología y el conocimiento que esta despliega.
Pues bien, si en el diálogo, en el debate interno entre Verne y Benett, se tensa la idea de que todo proyecto, por más futurista que este quiera ser, está anclado en la realidad del presente, una cosa en la que parecen confluir ambos es la modelización de la máquina de guerra. Esta es la prefiguración del mal. Si vemos las imágenes de arriba notamos la monstruosidad del cañón, capaz de disparar obuses descomunales, como en la imagen donde se ve a Marcel y al prof. Schulze. Tal cañón es una máquina ampliada, la representación de una humanidad agigantada que ha dominado la tecnología para propósitos nefastos. En la novela, las balas, los obuses, si fueran disparados, vendrían a ser algo así como la bomba atómica, es decir, su poder devastador vendría a ser inmediato. Pero nótese que dicha tecnología y dispositivo del que se sirve, son remedos de la industria armamentística del momento. La diferencia es que son gigantescos y ese gigantismo ya demuestra su poderío por sí solo. Pero si ligamos esto a la representación de la industria en general en el último tercio del XIX, tendríamos que afirmar que tal cañón no es más que una máquina de dominio del obrero y las balas, el producto que sirve para activarlas, el excedente que genera más empobrecimiento (la misma muerte que conlleva como marca).
Como se observa, Verne escribe una novela política con sus escenarios de utopía y de terror, con su prefiguración de mundo posible al que quisiéramos acudir, prescindiendo de una fuerza de trabajo esclava, frente al mundo real que se pinta nada alentador. La negrura de las imágenes, por lo tanto, hacen que las palabras de Verne tengan otra significación. Entonces, la imagen releva al texto, en forma contraria a que el texto funciona como relevo/anclaje.