Revista Arquitectura
Ubicado en pleno corazón del asentamiento que hoy recibe el nombre de Castrejón de Capote, un santuario datado en torno a los siglos V a IV a.C., y en uso hasta mediados del siglo II a.C., se ofrece como el inmueble clave del yacimiento, no sólo por su inusual inscripción entre el caserío céltico que dibujase el asentamiento celta conocido más meridional de Europa, sino también por el excepcional estado de conservación en que se descubrió, sellado el sacro recinto tras estarse celebrando en él un ingente sacrificio y banquete ritual, permaneciendo in situ los utensilios usados en la ceremonia hasta ser en la pasada década de los 80 finalmente hallados y desenterrados. Castrejón de Capote (Higuera la Real). Siglos V-IV a II a.C.; estilo celta.
Arriba: constituido por un espacio trapezoidal de 4 metros cuadrados, elevado un metro sobre el nivel de la calle primigenia y carente original y presuntamente de techumbre, el santuario prerromano de Capote se abría por su flanco suroccidental al ramal septentrional de los dos en que se dividía, a modo de Y, la calle central que atravesaba longitudinalmente el castro de unas 3 hectáreas al que pertenecía, inscrito en la península que conforman los ríos Sillo y Álamo al confluir sus vegas -abajo-, ofreciéndose así su interior al público que se aglomerase frente a él, dotado de una mesa pétrea central rodeada de un estrecho pasillo enlosado y un banco corrido a través de las tres paredes que la abrazan -arriba-, donde se sentarían presuntamente los comensales, sacerdotes o druidas que, en un número máximo de entre 15 y 20, llevasen a cabo los rituales religiosos allí consumados, heredados de las poblaciones de origen celta que, desde el Norte peninsular y provenientes a su vez de la Europa atlántica, viniesen a colonizar en torno al siglo V a.C. esta sección de la región extremeña incluida en la conocida como Beturia bajo el nombre de pueblos célticos.
Abajo: descubierta en 1.982 por el profesor Aurelio Salguero Marín una estela de guerrero con inscripción tartésica como dintel de una zahúrda abandonada en la finca higuereña de Capote, la relevancia del hallazgo impulsaría la excavación a partir de 1.987 de la zona, exhumándose por Luis Berrocal Rangel una desconocida ciudad celta de ignorado nombre de la que irían desenterrándose de entre sus dos fases de ocupación -una primera datada entre los siglos V a II a.C., y una posterior fechada desde mediados del siglo II a.C. a mediados del siglo I a.C.- murallas, calles, casas, talleres y, fundamentalmente, el santuario central cuya ubicación poco habitual en el interior del castro permitiera pensar en la relevancia religiosa dada al enclave por sus pobladores y vecinos que, considerando la fortificación como centro de culto y reunidos frente a tal sanctasanctórum, asistirían a las liturgias allí celebradas, incluyendo posiblemente entre ellas el Samhain o Samonios, ejecutado a fines de octubre en pro de dar la bienvenida al nuevo año celta, siendo quizás éste el rito que se estuviera llevando a cabo cuando la ciudadela fuera asaltada por las huestes romanas de Marco Atilio recién tomada la cercana Nertóbriga -según otros autores Marco Claudio Marcelo- en el año 152 a.C., aprovechando los latinos el momento de realización de tal culto para atacar y hacerse con el poblado, enterrándose seguidamente el edículo profanado con todos los elementos que se estaban utilizando en tal ceremonial, desde las parrillas donde se asaba la carne de los animales sacrificados, hasta las vajillas donde se servía la misma, exhumándose hasta 54.000 fragmentos cerámicos pertenecientes a más de mil útiles que verificarían tanto la relevancia del banquete como el gran número de personas integrantes del mismo, destacando entre los elementos rescatados una copa calada (abajo, primera imagen) que, expuesta junto a un vaso ornamentado (abajo, segunda imagen) y un plato con doble orificio (abajo, imagen tercera) como exponentes del yacimiento de Capote entre las vitrinas de la sala dedicada a la Protohistoria del Museo Arqueológico Provincial de Badajoz, serviría posiblemente como incensario donde quemar los perfúmenes que sahumarían la escena religiosa y última vivida por el castro antes de pasar a formar parte, durante su segunda etapa ocupacional, del mundo romano.
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