Una búsqueda rápida por “Spencer Tunick” en tuiter rebota las imágenes del horror de las cárceles salvadoreñas, difundidas con orgullo —y como advertencia— por distintas instituciones del gobierno de ese país centroamericano. Llama la atención que la ignominia tenga como referente tan común las fotografías de grandes grupos de personas desnudas con que el artista estadounidense se ha hecho famoso alrededor del mundo. Pero los cuerpos desnudos encimados, hacinados y a la vez sistemáticamente ordenados de los presos salvadoreños, portando sólo tapabocas (algunos de ellos) y boxers (cuando las tomas permiten verles la cintura); sometidos en el suelo ante la vigilancia de policías acorazados que los rodean y amenazan, y pegados unos a contra otros en el momento histórico en que, por la pandemia de covid-19, la distancia entre los cuerpos es equivalente a la salud y a la vida, esos cuerpos desnudos y pegados representan la muerte y el totalitarismo. No son una fotografía de Tunick, no son solamente un discurso simbólico; son la decisión de un gobierno de reprimir mediante el terror, son, primero, cuerpos violentados y puestos en riesgo.
I
Lo que sucede en El Salvador no puede ser sino asesinato y quizá es el sentido último de lo que el gobierno salvadoreño dice cuando habla de “uso de la fuerza letal” y decide difundir las imágenes de esa organización de la muerte con el orgullo de quien gana una guerra. Decide hacer de la violación de la dignidad humana un espectáculo y proporciona imágenes que despiertan el referente estético de las archiconocidas fotografías de Tunick. Es una puesta en escena atroz, demasiado parecida al nazismo, como atroz es también la “legitimidad” que atribuye a estas acciones cierto sector de la opinión pública. A un mensaje que condenaba en tuiter lo que esas ominosas imágenes representan, alguien respondió: “No dirías lo mismo si mataran a alguien de tu familia”, y ahí aparece la incapacidad de ver que a ese familiar también lo mató el sistema que produjo a las maras, lo mató a través de ellas, y que la descomposición social que representan no va a terminar de un plumazo policial. No terminó cuando Estados Unidos se las sacudió y las reinsertó en Centroamérica provocando la crisis de la que esta situación es producto.
Es la pobreza, es la represión, es la exclusión y el privilegio. Es el sistema que defienden con esas acciones totalitarias el que produce lo que combaten. Es necesario desmontar el espectáculo que han montado los perpetradores, denunciar su indignante deshumanización.
II
[Los haces de luz que conmemoran el lugar donde estuvieron las Torres Gemelas]
Guardando las proporciones del caso, la reacción que estetiza el horror de esas fotografías recuerda las controversiales declaraciones de Karlheinz Stockhausen después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. A pocos días de los hechos, se difundió una reacción del compositor alemán que le valió la condena global y el desprestigio definitivo. Dijo que los atentados en Nueva York eran “la más grande obra de arte que se puede imaginar” [ver https://www.latimes.com/archives/la-xpm-2001-sep-21-ca-48006-story.html y http://news.bbc.co.uk/2/hi/entertainment/1556137.stm]. La extraña y ofensiva declaración del genio se dio en una entrevista para la radio alemana previa a la presentación de su obra en un festival de Hamburgo, la semana del 21 de septiembre de 2001. Los conciertos fueron inmediatamente suspendidos por las autoridades organizadoras. Su hija, la pianista Majella Stockhausen advirtió que no actuaría más usando el apellido de su padre, mientras otro compositor fundamental del siglo XX, el húngaro György Ligeti, dijo que si para Stockhausen la masacre era arte, debía ser confinado a una institución psiquiátrica. Este turbio giro en la historia de tan notable artista hizo que su fallecimiento, siete años después, fuera recibido sin los honores y conmemoraciones que habría merecido de no haber dicho esa enorme estupidez. El desprestigio aún dura, como una mancha, un estigma que opaca el legado de uno de los músicos más importantes del siglo XX, uno de los grandes transformadores de la música contemporánea, cuya influencia se sintió no sólo en el ámbito académico sino que alcanzó a impactar a la música popular, desde The Beatles hasta Bjork y mucho, muchísimo más. A casi 20 años, aún no perdonamos a Stockhausen.
Él respondió en su momento a las severas críticas que le llovieron de todas partes diciendo que sus palabras habían sido sacadas de contexto. Los atentados “me causan la misma desazón que a cualquier otra persona”, dijo, y aseguró que sus extrañas opiniones tenían un sentido alegórico. Se refirió al proyecto en el que trabajaba desde los años 70, la serie operística Luz, en la que los personajes bíblicos del Arcángel Miguel, Eva y Lucifer eran “la manifestación triple del espíritu, materializado en los intérpretes”. Si Lucifer es el espíritu de la destrucción, los atentados son la prueba de que Lucifer existe: toda la planeación de los atentados, dijo, era la pieza maestra de Lucifer. Quizá Stockhausen ya no estaba en sus cabales en septiembre de 2001. Un gramo más de lucidez le habría llevado a callarse tan ignominiosas aseveraciones. O a tratar de abordar el problema de otra manera pues, por dolorosa que sea la realidad de aquel día y por complejas que fueran las circunstancias en que habría de desarrollarse en adelante la vida de casi todo el planeta, los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York tienen una dimensión visual que no puede ser descrita de otra manera que espectacular, en el sentido en que Baudrillard usaba esa idea cuando escribió los artículos sobre la primera guerra del Golfo que serían reunidos en La guerra del Golfo no ha tenido lugar (Anagrama, 1991): “A falta de la voluntad de poder, harto menguada, y de la voluntad de saber, problemática, permanece por doquier hoy en día la voluntad de espectáculo, y con ella, el anhelo obstinado de conservar intacto y a salvo su espectro o su ficción”. Diez años después de esa guerra, que aparecieran en televisión las Torres Gemelas de Nueva York en el momento exacto en que se incrustaban en ellas con toda violencia dos gigantescos aviones llenos de pasajeros, tripulados por secuestradores suicidas, provocando poco después su colapso de tal forma que nadie puede dudar que hubiese sido calculado milimétricamente; que pudiésemos atestiguar la masacre minuto a minuto desde cada pantalla del planeta, no puede ser otra cosa que la guerra llevada por fuerza al terreno del espectáculo, con aún más efectividad de la que Baudrillard hubiese soñado en 1991. Quizá era eso lo que Stockhausen quería subrayar sin poder sacudirse una obsesión personal, de músico, del artista que se prepara ciega y tozudamente para el momento de su presentación: el compositor alemán pensaba en lo que habrían tenido que vivir los secuestradores —de aquí lo doloroso de sus palabras—, como si se tratara de artistas antes de la función.
Sin buscar la legitimación de tan polémicos dichos, hay que recordar que muchas de las obras de Stockhausen fueron pensadas para una sola ejecución —y quizá de ahí viene el sentido de su extraña opinión—, como el célebre Cuarteto Helicóptero u obras como Mantra de 1970 u Oktophonie de 1990; obras en general, como la mayor parte de la música académica de la segunda mitad del siglo XX, que nunca pueden sonar igual dos veces.
III
Stockhausen y los atentados del 9/11 no son la primera ocasión en la historia contemporánea en que el horror adquiere una ominosa dimensión estética. En 1955, Alain Resnais produjo el cortometraje documental Nuit et Brouillard (Noche y niebla) a partir de material fílmico incautado a los nazis (lo que hoy se conoce como “metraje encontrado” y representa incluso una técnica en la narrativa cinematográfica, casi un subgénero), en el que la edición, la voz en off y la musicalización (de Hans Eisler, el serialista rojo) del material “original” genera una obra de arte sobrecogedora que expone el horror: el arte se realiza gracias a la operación de denuncia. El título mismo era sólo paráfrasis (ni siquiera paráfrasis; es traducción literal) del nombre de un programa nazi diseñado para desaparecer opositores.
El documental de Resnais sería el primero en mostrar con absoluta contundencia el horror de los campos de concentración, de las fábricas de la muerte, la hambruna, la explotación, la forma despiadada en que los nazis aplastaron cualquier noción de dignidad humana durante su reinado de odio, y lo haría a través de un comentario estético que rodeaba las imágenes del horror. La dimensión estética de las cosas no está solamente en aquello que representa lo bello y lo bueno; está también en el retrato del dolor, del horror, del miedo, de la deseperanza y la desesperación; de la denuncia de su espectacularidad, como lo mostró el cineasta francés. Antes que las fotos de Tunick, que no hacen sino convertir en paisaje la reunión de cuerpos desnudos, lo que debería estar trayéndonos a la mente la obscena exposición de las prisiones salvadoreñas, es el horror nazi. Un horror que no debemos olvidar.
[Claudia Alarcón, especialista que trabaja acerca de la culpabilidad con jóvenes en prisión, destaca en un tuit, de entre el horror salvadoreño, esta imagen. Una mirada: dignidad]