Revista Deportes
Imagino que el cuerpo entiende más de lo que sucede ahí fuera. Y no miente. Es caprichoso y hasta ególatra; se lesiona cuando más lo necesitas y se vuelve hiperactivo cuando debes descansar, como una mascota a la que hay que alimentar a su antojo. Una locura incontrolable, vamos. Cuando las cosas van mal, tienes ese carraspeo. Cuando las cosas van mal (que es un aforismo de ir muy por debajo en el marcador) el cuerpo se destensa, se cabrea más que tu mente por difícil que parezca. Y cuando llega el silbido final, el carraspeo de los días de resfriado se agudiza, por veraniego que luzca, por húmedo que fluya. Ese carraspeo que intenta ortodoxa y fracasadamente evitar el paso del enfado muscular a la patología mental; pero al fin y al cabo, el cuerpo no tira piedras contra su propio tejado y, como el ejército mejor armado, requiere de la mayor uniformidad para tomar decisiones. En el minuto que va desde el pitido final del árbitro hasta el primer halo de sombra del túnel de vestuarios, se concreta la ósmosis de malestar en tu interior. Te sientes hecho una mierda y, además, quieres estarlo. No hay engaños.
Siempre fuiste un tipo constructivo. Para ti nunca se pasan momentos críticos, sino que se preparan los preludios de los buenos. Es por eso por lo que no dramatizas. No lloras, no tuerces el gesto y ni se te pasa por la cabeza teatralizar una derrota, por mucha fuerza con la que angustie a tu sistema digestivo completo. Siempre pensaste que gritar es una pérdida de energía y que saber perder es más práctico que llorar. Así que por el camino al túnel, das la mano a todo aquel que te la ofrece. Incluso acabas estrechándosela a algunos miembros del cuerpo técnico contrario. Gente de la que no conoces la más mínima de sus labores sobre el campo de fútbol. Y, aunque parece darte igual, comienzas a hipocondriar la derrota. Pasan tres crecientes segundos en los que crees de un modo ferviente que te falta carácter. Esa sensación de verdad que sólo has sentido cuando tu padre te habla en serio o cuando estás dominado profundamente por el alcohol. ¿Por qué les das la mano? Asimilas tanto este nuevo viejo mandamiento que sientes hormigueos en las manos, como el que ha recibido una mala noticia. Eres un blando.
A cinco metros del túnel, la nueva fe se muestra invisible y dominadora como la bruma del desierto. Levantas la vista y buscas un apoyo en la grada, una palmada en el hombro, un minuto en el tiempo. Pero la ayuda no llega. El cuerpo te convence de que te cuesta respirar y te roba las respuestas a las preguntas que no quieres hacerte. El carraspeo se acentúa y cementa tu respiración. Y como la marioneta peor maquillada, giras la cabeza a la derecha sin conocer el motivo. Te recibe el entrevistador a pie de campo. Para algunos es la claqueta inicial. Para otros, simplemente el periodista más cercano. Para ti ahora mismo es peor que todo eso. La avispa de la piscina, el metrobús imantado, el trozo de carne con hueso. El cuerpo lo sabe y cuando te dispones a responder amargamente a las estupideces de turno, te impide hablar. El dique que ha montado en tu traquea no te deja conectar palabra. Cuatro segundos después, te disculpas con el entrevistador y enfilas el túnel, agradecido a tu cuerpo, al fiel compañero que te salva sin perder valor, que te permite una salida de total integridad. Sin lágrimas, sin artificialidad. Sin mentiras.
@joseportas
Artículo extraído del nºIX de Lineker Magazine:http://www.linekermagazine.es/lineker-magazine-9/