¿Te han hecho alguna vez la PCR? A mí no. Desde que se decretó el estado de alarma el 14 de marzo de 2020, hace ya cinco meses, ni una sola vez.
No sé si me apetece sentir ese bastoncito horroroso metido por mi nariz aguileña hasta el mismísimo cerebro. Imagínate, con mi rinitis alérgica eterna el palito va a salir verde. Esas fosas nasales taponadas, la enfermera que parriba, yo que pabajo, la sangre chorreando, gritos de dolor en plan poseído por la tribu, el moco cayendo por un lado, la enfermera vomitando por el otro, el conserje llamando a un exorcista... Demasiado gore.
En cualquier caso, nada que temer, pues sabido es que en nuestra tierra las pruebas están reservadas para determinados grupos de población, entre los que merecen ser citados el sector sanitario, aquellas personas que van a someterse a una operación quirúrgica, el Gobierno y, obvio, el turismo. Bueno, y los futbolistas.
Pero, fantaseemos. Imagine usted que empezamos a usar las aplicaciones del móvil para algo más que pedir un Glovo o buscar un polvete distraído y gratis (o con diamantito) a unos metros de casa.
Resulta que cada quince días somos llamados a nuestro centro de salud o a la asociación de vecinos del barrio para que nos hagan una PCR que, obviamente, va a sufragar la administración sanitaria. Pero no haciendo colas interminables como para la final de murgas, sino ordenadamente, con un número asignado, una hora y un lugar concreto.
El resultado se incorpora a nuestro historial clínico y vamos conociendo la prevalencia exacta de la enfermedad. A los mayores se les hace la prueba en casa o donde estén, y los menores de seis años están exentos.
Y así cada quince días. ¿Le sale a usted positivo? A guardar cama en casa, o al hospital si procede. Como los resultados están registrados en una simplona aplicación para smartphones que muestra nuestra evolución, para poder entrar en un edificio público, en una cafetería o en un centro comercial, tenemos que pasar un código por un escáner. ¿Es asintomático? A su casa a aislarse, que ya vamos nosotros a hacerle la prueba allí.
Eso sería carísimo, dirán algunos. No hay dinero para tanta PCR. Las pruebas no son fiables. Vulnera mi derecho a la intimidad. El Gobierno me controla a través de una aplicación. Ok, sigamos gastando un dinero público que no tenemos en mascarillas, respiradores y mamparas, mientras nuestro producto interior bruto se reduce a la mitad, se multiplican los parados y recortamos en pensiones y sueldos de los empleados públicos.
¿Intimidad? Amiga, que tienes perfil en Netflix, Instagram, Ali Express, Grindr... Haz el favor.
El sistema que he contado seguramente es una sucesión de locuras que lo convierten en una peligrosísima ocurrencia y un cuñadismo, pero me gustaría conocer una alternativa científica y coordinada que vaya más allá de encerrar a la gente otra vez en su casa.
Porque nos volverán a encerrar. Más pronto que tarde.
Aprovecha, pues, para ir al McDonald's ahora que puedes, haz acopio de levadura para perfeccionar el pan casero y de papel higiénico para el culo, y calienta las palmas de las manos para los aplausos de las ocho, las siete en Canarias, que se viene otra igual o peor.
Para octubre o noviembre llegará la segunda oleada de contagios, dijeron. Nuestra feudal y atrasada España siempre lidera las clasificaciones que no debe, y hemos decidido que vamos a recibir a esa segunda oleada con los brazos abiertos, los pechos al aire y el sujetador en la mano, como a una estrella del rock, con dos y tres meses de adelanto.
En el resto de Europa, con muchas menos medidas, la gente sencillamente es más responsable y menos tocona. Y se escaquea menos. Nosotros hemos necesitado apenas unas semanas de gozoso veraneo, convenientemente regado de calimocho y sangría, para volver a niveles de contagio de la segunda semana del confinamiento.
Como lo fácil es buscar culpables, a la consabida manía de responsabilizar a los abuelos (a la espera de que podamos disponer de su pensión para mantener a toda la familia en tiempos de escasez), se ha unido el mantra de la irresponsabilidad de los jóvenes.
Los dedos acusadores señalan a unos indeterminados niñatos, inconscientes y con poca sesera, por haberse dedicado a besuquearse y abrazarse entre orgías playeras y alcohol de dos euros el vaso. ¿Quién educó tan malamente a esa generación, de la que forman parte, por cierto, sus hijos y mis sobrinos? Digo yo que esos jóvenes recibirían nuestro pureta ejemplo, y están conectados a las redes sociales, recibiendo el bombardeo de los millones de mensajes de precaución.
Primero, con 25 años y estudios universitarios ya eres algo más que joven, y segundo, lo mismo la permisividad de autoridades y empresarios del ocio nocturno algo tendrá que ver, pues son el caramelito que se pone en la mano del joven y del madurito... ¿Sanciones? Pero si el botellón es ilegal desde siempre, caballero.
Lo dicho, nos dan un mantra y lo repetimos sin más.
Y, como me gustó mucho el cierre de Francisco Pomares a su artículo del lunes pasado en El Día, lo reproduzco aquí: "La estupidez llega hasta el extremo de fiestas y raves-Covid, o a convocatorias para "propagar la pandemia", como la acampada del sábado en la playa de Los Patos de La Orotava, organizada desde las redes sociales, y en la que se identificó hasta a 62 personas, sin que hubiera detenidos ni -por el momento- sanciones de ningún tipo. Siempre hemos sido un país bastante insolidario, desobediente e incívico. La reacción de tanto descerebrado ante una enfermedad que extermina a miles de nuestros mayores y ha destruido nuestra economía, demuestra que somos también un país de imbéciles".
Y, en unos días, imbéciles confinados.