MINERÍA ILEGAL, LA COCA DEL POSCONFLICTO
La extracción ilegal de oro se ha convertido en la actividad delictiva más lucrativa de Colombia, doblando en ingresos al comercio de la cocaína. Más de la mitad de las minas de oro del país (63%) son ilegales, y su comercio abarca un 80% del total de exportaciones colombianas de este metal. Un número de trabajadores cercano a los 60.000 realiza en estas minas ilegales una actividad laboral sometida a un sistema de semiesclavitud, suponiendo su única fuente de subsistencia.
El impacto derivado de la extracción ilegal del oro en Colombia es calificado por la ONU como “drama ecológico y humanitario”, provocando consecuencias tales como desplazamientos forzados, explotación sexual de adolescentes, trabajo infantil y la siniestralidad derivada de una labor que resulta altamente peligrosa. La huella ecológica generada sobre la masa forestal de la Amazonia colombiana presenta una magnitud devastadora. El final de la lucha armada de las FARC y su retirada de las regiones selváticas conllevan a un vacío de poder que motiva la especulación sobre la tierra, entendiendo que, hasta el momento, la presencia de la guerrilla limitaba la accesibilidad para las empresas protegiendo así estos ecosistemas de la activad industrial.
La minería de oro artesanal utiliza mercurio en el proceso de amalgama. En Colombia cada año son liberadas hacia las fuentes hídricas una media de 75 toneladas de este metal tóxico, generando un impacto altamente destructivo sobre los ecosistemas fluviales. Como consecuencia, el 60% de los acuíferos del país están contaminados, algo que afecta directamente a la cadena alimenticia con resultados fatales sobre las comunidades étnicas. Colombia importó entre 2013 y 2016 un total de 441 toneladas de mercurio. Las consecuencias en lo referente a los efectos sobre la salud han sido constatados, diversos estudios realizados en poblaciones pertenecientes a las regiones mineras determinan que sus habitantes presentan niveles de mercurio en sangre altamente letales (entre 5 y 8 veces superior al límite establecido por la OMS).
En Colombia tiene lugar una paulatina sustitución del narcotráfico en favor de la minería ilegal de oro, convirtiéndose esta en la principal fuente de financiación de los grupos armados organizados. La Iniciativa Global contra el Crimen Transnacional publicó un informe en el año 2016 en el cual se afirma que en Colombia habría al menos 44 bandas criminales dedicadas a este negocio. El proceso de Paz entre el gobierno y las FARC produce un trasvase de guerrilleros hacia estas mafias criminales, representando un nuevo desafío para el posconflicto.
La llamada “fiebre del oro” en Colombia (en referencia a la agresiva expansión desarrollada por esta actividad derivada del exponencial aumento de su precio) no puede explicarse sin el papel que juega la corrupción de los estamentos públicos. La autoridad minera carece de las capacidades necesarias para establecer control y vigilancia sobre la economía extractiva y sobre los recursos naturales no renovables. La legislación minera en Colombia es permisiva, laxa en su interpretación y presenta una grave falta de transparencia. Estas características propician la corrupción vinculada a la adjudicación de licitaciones y a la concesión de terrenos para su explotación.
Las malas prácticas por parte de las administraciones están naturalizadas, cuestión que fomenta la impunidad conexa a actos represivos contra miembros del activismo medioambiental, una represión basada en amenazas de muerte que consuman en asesinato. En este sentido, los actos de resistencia social se ven inmersos en una estrategia de criminalización por parte de las autoridades judiciales, que realizan esfuerzos por vincular a sus líderes con los grupos de insurgencia armada.
El gobierno colombiano ha enfocado su ofensiva en iniciar una estrategia de vigilancia y seguimiento de aquellos elementos que rodean y posibilitan la producción minera, siendo estos la maquinaria, el combustible y el mercurio. Las medidas adoptadas por Juan Manuel Santos tienen lugar en un estadio tardío teniendo en cuenta el carácter irreparable de los daños ambientales ya ocasionados sobre el suelo, las aguas y la salud de las poblaciones indígenas.