Los portugueses defensores de los animales están tan indignados con sus políticos como la panadera de Aljubarrota, Brites de Almeida que asó en un horno a siete españoles durante la batalla que independizó su país de Castilla, en 1385.
Tan irritados como quienes reclaman la restitución de Olivenza, población extremeña introducida en Portugal –el Gibraltar de los lusitanos--, conquistada en 1801 por Godoy para España; o como los diputados que fueron obligados la semana pasada a volver a su país cuando iban a Sevilla para protestar contra la Cumbre de la UE.
El nacionalismo portugués está colérico, igual que los amigos de los animales de ese país, porque su Parlamento podría aprobar antes del 12 de julio una ley que permitirá torear allí “a la española”: con picadores, estoque, puntilla, descabello y muerte del animal, cuando la tradición portuguesa es la corrida incruenta.
Los activistas contra la muerte de los toros han comenzado a enviar a todas las instancias políticas de su país una carta advirtiendo que torturar y matar toros “significaría una auténtica victoria de España sobre Portugal, en un sentido imperialista, de absorción, antieuropeísta, vergonzosa, cruel y bárbara”.
“Qué vergüenza para Portugal que el mundo entero conociera que ustedes se han dejado vencer por el imperialismo español importando uno de sus últimos reductos: el terror taurino”.
He aquí un nacionalismo que no quiere ver la sangre, ni de un toro.