Varias veces he temido ser agredido por mis usuarios en el trabajo. La desesperación por no tener trabajo, unida a complicadas situaciones familiares, genera una rabia incontenible. En esos casos "me las veo y me las deseo" para hacerme escuchar y tratar de orientar un camino de búsqueda de empleo para el que la indignación les ha cegado. Y la cosa se complica cuando ya no creo en las políticas de empleo de nuestras oficinas, y frente a las que me he posicionado abiertamente. Pero lo de ayer fue muy distinto.No paro de preguntarme por qué he acabado en este trabajo, haciendo funciones que nada tienen que ver ni con lo mucho que estudié ni con mis capacidades. Cierto es que estoy muy cerca de casa y que en otro trabajo jamás me habría pedido una reducción de jornada que me está permitiendo vivir una vida que no gira alrededor de lo laboral. Pero siempre he pensado que hay más razones. Y días como el de ayer me lo confirman.No faltaba mucho para marcharme. Se me acercóuna chica joven y me preguntó si la podía atender media hora antes de su cita. Había hueco, y siempre que hay oportunidad, accedo a esas peticiones, así que la sorprendí con un "por supuesto", que no esperaba. Necesitaba la tarjeta de demanda de empleo para el abogado que le está tramitando las medidas de alejamiento de un marido que la está maltratando. Eso puede parecer grave, pero lo peor es que hace un año su hija menor, sin previo aviso, empezó a convulsionar viendo la tele. La llevaron al hospital, y un virus de esas "enfermedades raras" la ha dejado postrada con un 90% de discapacidad. El marido se ha echado a la bebida. Ella lleva el peso de la casa y las palizas del marido. Probablemente mi disposición a adelantarle la cita era lo mejor que le había pasado desde hace días.
Me quedé afectado tras atenderla y con miles de "por qués" en mi mente. Era casi la hora de irme, pero quise atender a alguien más, quizás esperando llevarme a casa una sonrisa. Pero la situación con la que me vi fue aún más dura. Arturo, un hombre poco mayor que yo, con Parkinson, dos electrodos instalados en su cabeza y varios intentos de suicidio, acababa de perder los 400 euros que le pemitían pagar sus medicinas y su alquiler en medio de la montaña. Y todo porque su ex-mujer no había renovado su demanda de empleo. Rehacer ese desaguisado burocráticamente iba a suponer semanas, y ni su farmacéutico ni su arrendador iban a estar por la labor de esperar. Traté de darle alternativas, algunas bordeando la legalidad, y se sintió reconfortado y escuchado. Me dio la mano hasta cuatro veces en señal de gratitud. Recogí mis cosas y salí de la oficina. Ya con nadie que me viera, en plena calle, dejé que mis ojos hablaran todo lo que tuvieran que hablar. ¿Para qué reprimir mi impotencia? Impotencia ante injusticias flagrantes que me toca explicar. Impotencia ante seres que sufren justo a nuestro lado. Impotencia ante la insensibilidad de instituciones y sus guardianes... Impotencia por un trabajo que no sirve de nada para aliviar esas situaciones tan angustiosas...No me consuela haberles reconfortado. Ni siquiera la gratitud que me han mostrado. Pero quizás la impotencia que siento es la razón por la que estoy por ahora en este trabajo: confrontarme con situaciones que no puedo resolver, por muy resolutivo que siempre trate de ser. Aceptar estos "sinsentidos" y sentirme junto a estas personas sin vaciarme de energía quizás sea el objetivo. Pero reconozco que me cuesta muchísimo.Hoy llamaré a Arturo. Sé que como funcionario no debería. Pero como ser humano sí. Me alegraré si ha resuelto algo con la asistenta social. Si no, trataremos de ayudarle desde alguna ONG cercana o desde casa. Pero sobre todo aceptaré mi impotencia. Es lo que me toca aprender ahora.