¿Será enfermedad detectable sólo en el estío? Así parece. Los epidemiólogos literarios sólo se atraven a señalar la sequedad de las cabezas más renombradas -aunque, paradójicamente, sin ponerles nombre-, durante los cursos de verano. Será para no alarmar. El caso es que los afectados, los pobres, lo saben y, en lugar de defenderse (no pueden hacerlo, es una evidencia), desvían la atención hacia la doctrina, por ellos inventada en defensa propia, de que hoy no hace falta: la imaginación hace tiempo que se pudre en el cuarto trastero, porque “han cambiado las cosas”; más aún, está prohibida. Tengo ante mí el recorte de un artículo publicado por Almudena Grandes en El País Semanal -Arroz con tomate- en el que, como siempre, destacan dos temas: la comida -esta mujer debe de pensar con el estómago- y Almudena Grandes, es decir, la información acerca de lo que Almudena Grandes admira a Almudena Grandes. Luego entra a su modo en el que tanto preocupa a los afectados: “la experimentación formal se ha extinguido por muerte natural” [...] “Yo diría que la experimentación en narrativa se ha trasladado desde la ruptura de la forma hasta el mestizaje de los géneros”.
Y así cree ella que obvia el problema, gravísimo problema, que tiene con su, además de pobre, obsoleta estética, costumbrista y decimonónica, y vuelve la vista hacia el morcillo, el codillo, la morcilla y la babilla. Se ampara esta cocinera de las letras en un principio que constituye una contradicción en los términos planteada a la inversa. Es el caso que no puede haber arte sin imaginación -léase a cualquier filósofo del arte desde Platón a Bosanquet, o a mí misma-: sin imaginación puede haber copia de la realidad, pero nada que genere valores estéticos. Por otra parte, ¿por qué detener, por una simple coartada personal, la marcha de la historia? Si hay tres leyes de la termodinámica literaria, una de ellas es que no se debe hacer lo que ya se ha hecho. Y esto sólo puede referirse a la forma y, consiguientemente, pasar por la experimentación. Debería saber Almudena que los temas no marcan la actualidad de una obra; ésta, como su densidad ontológica, se la da la forma. Como corolario de su planteamiento defensivo, no podía nuestra dama sino aludir a lo que hoy se lleva (otro enfoque de la coartada) : la huida de la forma y el mestizaje de los géneros. No, no, no y no… Eso que llama esta gente “mestizaje de los géneros” no es más que una tácita declaración de impotencia.
El patrón exige un libro cada dos o tres años y es más fácil hacerlo con materiales de acarreo y sin atenerse a planificación alguna. Pues no, otra vez: el resultado de eso no es una novela. Sin necesidad de aludir al splendor formae agustiniano -o aludiendo ¿por qué no?-, si el ser del arte radica en la forma y sólo en la forma, ¿cómo se la puede desdeñar, ignorar, hasta negar? Que lean, analicen y entiendan estas y estos ignorantes e impotentes: no hay gran novela -desde el Quijote hasta El tambor de hojalata, La modificación y Auto de fe, pasando por Pablo y Virginia, Cumbres borrascosas, La educación sentimental, Germinal, Las palmeras salvajes, Ulises y El castillo o Diez negritos, que no constituya una composición perfecta y armónica. La armonía compositiva es una constante de las artes, incluso de las románticas, expresionistas y barrocas, como lo es de las realizaciones de la ciencia, cuyas más sublimes teorías son bellas, armónicas y estructuradas. Sólo si es armónica y bella admiten los físicos que pueda ser verdadera una nueva teoría. Lo que marca las épocas son las variables. La esencia está al margen de cualquier historicismo. Y esta relación que establezco no es caprichosa, pues a todo arte subyace una ciencia, como toda aplicación de una ciencia requiere un arte.
Volviendo al tema de las hibrideces: claro está que no niego la validez y oportunidad de inserciones como las novelas cortas que contiene el Quijote, o como el Tractac del lobo estepario, pero ni aquéllas ni éste son consecuencia de un amontonamiento informe. Una novela, para ser una novela, tiene que ser una novela, no una historia ficticia, un relato o un reportaje. Y quien es novelista, la puede hacer con facilidad: es cuando es eficaz estéticamente, pero también ética, histórica y sociológicamente. A fin de cuentas: si existe la novela y se quiere hacer una novela ¿por qué no hacerla? Truman Capote, en quien abusivamente se ampara Grandes, se interesó por un suceso interesante. Investigó, lo relató e inventó lo que después se llamó nuevo periodismo. De eso, a que se imponga como una obligación escribir libros sobre la base de un suceso real para venderlos como novelas va un abismo y es una estafa. Si vivieran Edgar Allan Poe, Verne, Edmund Rostand o Lovecraft, Italo Calvino, Bradbury, Kafka o Bécquer, Valle Inclán, Risco o Cunqueiro, por poner ejemplos extremos, ¿les exigiríamos que se contuviesen y no atendiesen más que a lo que ocurre en la calle o en sus casas? Sólo no “pone” imaginación quien carece de ella.
M. Asensio Moreno
Postdata.- UN CONSEJO PARA QUIENES QUIEREN IMPONER PERSONAJES REALES Y SUCESOS “VERDADEROS” EN LA NOVELA: <> Marcel Proust.- Por el camino de Swann.