El 2 de diciembre de 1814, hace hoy 200 años, fallecía en el asilo para locos de Chareton el Marqués de Sade, prototipo del escritor libertino y provocador que hizo de sí mismo su más controvertido personaje. Donatien Alphonse François de Sade (París, 2 de junio de 1740 – Charenton-Saint-Maurice, 2 de diciembre de 1814) es hoy una leyenda de libertad desaforada y sin moral, aunque el olvido castigue títulos tan célebres como Justine o los infortunios de la virtud, Las 120 jornadas de Sodoma o La filosofía en el tocador. Pero nada de su vida y obra sería igual sin sus constantes estancias en cárceles y manicomios.
Donatien Alphonse François nació en 1740, en cuna de oro. Aprendió toda clase de materias, arte e idiomas, hasta que, llegados los 14 años ingresó en una academia militar, donde, poco a poco, fue ascendiendo hasta ser teniente en el Regimiento Real de Infantería. Es en ese tiempo cuando contrae matrimonio con una joven de buena posición, Renèe-Pélagie Cordier de Launay de Montreuil. Momento en el cual se iniciaron también todos sus escándalos y su vida licenciosa.
El delirante libertino francés, cuya sarta de obras escabrosamente violentas dio origen al término “sadismo”, en realidad empezó su carrera literaria como escritor de viajes. En 1775, Sade emprendió un viaje por Italia y escribió un descomunal manuscrito sobre el periplo titulado Viaje a Italia. La farragosa composición, llena de cavilaciones sobre los museos florentinos y las costumbres napolitanas, nunca se llegó a concluir.
La atención de Sade divagó pronto hacia placeres más carnales, y en 1777 fue detenido por una larga lista de desagradables enredos, incluido lo que los historiadores llaman el “episodio de las niñas”. Sade fue arrojado a la cárcel de Vincennes y pasó en prisión la mayor parte de lo que le quedaba de vida. “Viaje a Italia” pronto se sumó a una serie de manuscritos inacabados de su juventud, fragmentos de poemas y obras teatrales serias, aunque no tuvo la disciplina para terminar ninguno de ellos. Desde un punto de vista estrictamente literario, la cárcel fue lo mejor que le pasó nunca al marqués. Únicamente entre rejas Sade fue capaz de aplicarse y componer las imaginativas obras sobre las que descansa su perdurable, si bien singular, reputación.
“Imperioso, colérico, irascible, extremo en todo, con una imaginación disoluta como nunca se ha visto, ateo al punto del fanatismo, ahí me tenéis en una cáscara de nuez… Mátenme de nuevo o tómenme como soy, porque no cambiaré”.
El periodo más impresionante de Sade empezó después de 1784, cuando fue trasladado a la Bastilla, que en la práctica funcionaba como una colonia literaria. Desde una suite decorada con sus propios muebles y con una biblioteca de seiscientos volúmenes (y atendido por su ayuda de cámara), el marqués se adentró en un alucinante frenesí literario, produciendo como loco miles de páginas manuscritas a velocidad de vértigo. Como explica Francine du Plessix Gray en su clásica biografía El marqués de Sade: una vida, acabó el primer borrador de su novela pornográfica Justine de un tirón de dos semanas y liquidó las 250.000 palabras del borrador definitivo de Los 120 días de Sodoma en treinta y siete días, transcribiendo letras minúsculas en páginas de trece centímetros de ancho pegadas para formar un rollo de unos quince metros de largo.
Hacia 1788, cuando llevaba tan solo once años entre rejas, Sade había producido nada menos que ocho novelas y colecciones de relatos, dieciseis novelas cortas de tema histórico, dos volúmenes de ensayos, un diario y unas veinte piezas teatrales. Sea cual sea la opinión que se tenga sobre su obra, su productividad es envidiable.
“Mi manera de pensar es el fruto de mis reflexiones; está en relación con mi existencia, con mi organización. No tengo el poder de cambiarla; y aunque lo tuviera no lo haría. Esta manera de pensar que censuráis es el único consuelo de mi vida; me alivia de todas las penas en la cárcel, constituye todos mis placeres en el mundo, y me importa más que la vida. La causa de mi desgracia no es mi manera de pensar sino la manera de pensar de los otros”.
Y murió solo, a los 75 años, recluido en un humilde hospital psiquiátrico donde organizaba piezas teatrales junto a los enfermos. Pidió ser enterrado en un pequeño monte espeso del bosque de su tierra, en la Malmaison, comuna de Mancé, cerca de Épernon. “La muerte no es una destrucción”, apenas una modificación de las formas, para Sade. En su testamento, firmado en Charenton en 1806, prohibió que su cuerpo fuese abierto, “cualquiera fuere el pretexto”:
“La fosa, una vez cubierta, será sembrada de bellotas, a fin de que, por consecuencia, hallándose el terreno de dicha fosa otra vez guarnecido, y hallándose el monte tan espeso como antes lo estaba, las huellas de mi tumba desaparezcan de la superficie de la tierra, como me jacto de que mi memoria ha de borrarse de la mente de los hombres”.
Dos siglos después, esa voluntad sigue en el aire.