Venía yo en el avión de vuelta confeccionando una larga, larguísima, lista de buenos propósitos. Mi leve moreno, trabajado a base de cantidades ingentes de 50+, y mis mechas, descoloridas por el salitre, el cloro y los soponcios periódicos cada vez que me fallaba el recuento de niñas en la playa, desprendían ese optimismo y determinación que sólo es posible conjurar los treintaiunos de diciembre o, en su defecto, a la vuelta de las vacaciones de cara al nuevo curso.
En verano, estos ataques de redecoración vital son más agradecidos. El paso de un curso a otro no es tan brusco como las doce campanadas y uno mantiene la ilusión de convertirse en una versión mejorada de si mismo durante algo más de tiempo. En mi caso, una hora y media. Más o menos.
Lo que tardamos en bajarnos del avión, coger las maletas, perder varias niñas en los tenebrosos baños del aeropuerto, desplazarnos hasta la parada del autobús, subir las maletas, las niñas y la sillita al autobús, conseguir que La Tercera tomara asiento sin que se nos despistaran La Primera y La Segunda, amordazar a La Cuarta para que no le reventara los tímpanos al Japonés de al lado, repetir la operación de carga y descarga en el parking de larga duración, sufrir un ictus con hemiplejia al no encontrar el coche, recuperar el aliento al divisarlo en la fila 52 del susodicho parking, arrastrarnos con los bártulos y las niñas hasta allí, buscar el ticket del parking durante veinte minutos, conseguir salir de aquel lugar dejado de la mano de Dios, conducir cuarenta y cinco minutos hasta nuestro bendito hogar, comprobar con alivio que seguía intacto, bajar a las niñas dormidas del coche, ponerles el pijama y meterlas en la cama, hacernos los locos para no lavarles los dientes, bajar el equipaje del coche y abandonarlo hasta nueva orden, sentarnos por fin a tomarnos una cerveza que sabía mucho más a otoño que a ese verano radiante de la costa del sol que languidecía ya en nuestra memoria traicionera.
Sin darnos cuenta siquiera, entre sorbo y sorbo de esa caña que no era Cruzcampo, nos sumimos en la vieja rutina del encaje de bolillos y agendas. Que si yo mañana tengo médico, pues yo una reunión de vital importancia para la comunidad internacional, pues yo no me puedo llevar a las niñas al hospital, pues a ver qué hacemos, por cierto que no te había dicho que mañana duerme en casa el de la oficina de Madrid, lo de las sábanas limpias lo veo en globo, el Domingo me llevo a las mayores con mis padres, pues las maletas las va a hacer Rita… Y así hasta habernos despojado por completo de toda la modorra que con tanto mimo habíamos cultivado en nuestro veraneo playero.
De ahí a poner el despertador a las seis de la mañana y liarnos a hacer colacaos en cadena un abrir y cerrar de ojos. Literal. Tanto es así que, si no fuera por los culetes blanquecinos y esos pelos casi albinos que luce mi progenie, pensaría que esos días entre manguitos y cubos que hemos pasado en tirantes y taparrabos no han sido más que un espejismo cruel.
¿Realmente era mío ese bombo indecente que se ha paseado desinhibido por playas, piscinas, chiringuitos, bares de mala de muerte y algún que otro local de postureo estival?
¿Éramos nosotros esa familia cuasi ibicenca de niñas rubias y lustrosas que despertaban las más diversas pasiones por el paseo marítimo?
¿Qué ha sido de esos señores relajados y esas niñas que olían a salitre y muchas risas?
¿Dónde está la abuela tigre para lavarnos ropa según nos la íbamos quitando y el abuelo para jugar a los seises?
¿Qué fue de esas noches de amigos, salmonetes y chascarrillos?
Sólo nos queda el recuerdo, desvaído ya por el ímpetu de la rutina que no perdona, de unas vacaciones estupendas.
In memoriam.