Si hay algo por lo que se caracteriza el discurso social contemporáneo -liderado por periodistas y políticos de todo pelaje, impregnados a su vez del pensamiento único global- es, más que por su falta de carácter o su populismo, por el edulcorado lenguaje en que nos envuelven las ideas: se trata de ese lenificado vocabulario de eufemismos y disimulos que rehuye a toda costa el llamar a las cosas por su nombre, no vaya a ser que la realidad irrite la fina piel de nuestra mojigatería.
Entre los incontables, casi infinitos ejemplos, destaca estos días por su fulminante propagación la palabra migrantes, con la que, desde los talleres donde se gesta la ingeniería de la comunicación, han decidido que debemos ahora llamar a los inmigrantes. Migrantes, ¡qué inofensivo suena! El término que parece lavarlos, como agua bautismal, de su condición de ilegales, parece avalar su candor, desmentir su intención de radicarse en Europa y, en fin, desproveer al fenómeno de todo aspecto lesivo u oneroso para nuestro propio bienestar. Y, claro está, nuestra exquisita sensibilidad -en el fondo, un complejo de culpa del que no sabemos curarnos, y quizá ni siquiea queremos- se ha tragado el cambiazo de un bocado, sin pestañear, y en el tiempo record de un día -¡nada más que en un día, lector!- la palabra inmigrante ya ha quedado erradicada -por no decir censurada- de nuestro vocabulario.
Como siempre, la magia semántica ha funcionado; y es que en esta domesticada Europa, donde el verdadero espíritu crítico está en coma terminal, no somos capaces de advertir cómo nos cuelan los goles ni cómo, con cada uno de ellos, modelan -por no decir manipulan- un poco más nuestra opinión, alejándonos cada vez más del pensamiento libre.