Cuando acudo a una sala de cine y sé que la película que proyectan tiene que ver con un hecho real, un suceso o situación que la mayoría desearíamos que tuviera que ver más con la ficción que con la realidad, siempre me sobreviene el mismo temor. Al fin y al cabo, estoy sentado en una cómoda butaca, a salvo de todo peligro, lejos a casi todos los niveles de la historia que voy a ver que no es sino una recreación ficticia de la cruda realidad. Muchas de estas películas adolecen de querer condicionar de un modo u otro al espectador; a veces la división entre buenos y malos; otras la visión extremadamente cinematográfica de la historia, hecho que hace “emocionar” al espectador medio de tal forma que al salir del cine, puede oír como reza sobre las desgracias del mundo mientras va camino de su automóvil con navegador automático para regresar a su cálido hogar. Luego, claro, existen películas como Inch’allah, no muchas, pero existen.
Québec está en Canadá; Canadá está en Norte América y Norte América está en el planeta Tierra. Desde algún lugar de Québec la directora Anaïs Barbeu-Lavalette decidió cruzar medio planeta para ir a un lugar perdido, a medio camino entre la esperanza y la irracionalidad de la que adolecemos los humanos. Y yo me pregunté: ¿Cómo una mujer canadiense iba a hablarme del conflicto árabe-israelí? Lo primero que sentí: miedo.
Comienza la película, estoy preparado para el discurso moral, para que la realizadora me “descubra” el horror del conflicto, el sinsentido, la crueldad, la injusticia que engloba todo ello y lo poco que sabemos del tema en este lado del mundo. Pero descubro que los tiros, y disculpad la expresión, van por otro lado. Una dirección minimalista, donde abundan los planos cortos, me muestra a la protagonista Chloe (Evelyne Brochu, desconocida para mí que hace un formidable trabajo), una mujer de este lado nuestro, que no llega, sino que ya está allí cuando llegamos nosotros a conocerla, trabajando como médico en algún lugar de Ramala. La cinta avanza y se crea un triángulo entre la protagonista, Rand, una mujer palestina embarazada y Ava, una mujer policía israelí que vive en su mismo edificio.
Chloe vive de día con el drama del lado palestino, pero por la noche cruza el control para volver a la comodidad y “seguridad” que le ofrece el lado israelí. Dos mundos separados por un muro vergonzoso y un conflicto que no llega a comprender aunque convive con él. “Inch’allah” significa algo así como el tradicional “si dios quiere” que se profesa por estos lares. Es una expresión que puede significar mucho o no decir nada, algo cotidiano. Un extranjero podrá decir Inch’allah con una pronunciación fatal, podrán explicarle lo cotidiano de la expresión; le quedará claro, nos quedaría claro a todos, y sin embargo no entenderíamos nada más que el significado, dudo que llegáramos a comprenderlo en aquel contexto.
Cinta que muchos querrán ver como un panfleto de un lado del conflicto (como suele pasar con estas películas), pero en la que yo sólo veo un sencillo relato englobado dentro de un conflicto real, en el que la directora quiere introducirnos no tanto para darnos un alegato moral (aunque los males de cualquier guerra son imposibles de eludir), sino para poder mirar por los ojos de Chloe que bien podrían ser los de cualquiera de nosotros, y de esa forma acercarnos a esa particular zona de nuestro planeta, que sólo está a algunas horas en avión, y donde la irracionalidad es la que gobierna cada día que pasa.