Revista Opinión
El Papa de los confetti lanzados por sus seguidores durante el paso del Papamóvil. EFE
El Rey, Juna Carlos, inclinado ante Ratzinguer.
El presidente Rodríguez Zapatero, saludando al Papa.
La presidenta Esperanza Aguirre se quedó muda ante el Papa.
Mariano Rajoy, profundamente inclinado.
Un grupo de chicas, emocionadas ante el paso fugaz del Papamóvil.
Desde el Rey al último de los altos representantes políticos, todos se inclinan ante el Papa. Esta es la respuesta de nuestras autoridades ante el despliegue papal, pagado por banqueros, el Estado y personalidades ocultas. Todas ellas se repliegan ante su figura de una manera humillante y vergonzosa. Algunos de ellos “confunden sus creencias personales –según expresa Luis Alfonso Gámez en un artículo– con su faceta pública” y, como representantes de unos partidos, ninguno de ellos se atreve a criticar a Benedicto XVI ni por sus actos, sus gestos o sus palabras pronunciadas porque, para ellos, es la palabra de Dios. Y Esperanza Aguirre confiesa que se quedó muda ante él. Pero la sumisión pública a dicha autoridad religiosa “es una ofensa para muchos españoles y el poder civil nunca debe someterse a un líder religioso en una democracia porque, quien lo hace, como Rajoy y Bono, está automáticamente convirtiendo su credo en una suerte de religión oficial”.
Vean, comparen estas fotos y deduzcan quien es el personaje que más inclina su cerviz ante el Papa del Vaticano. Sin duda, antes del final de esta visita, pronunciará palabras muy fuertes contra todo el que frene o paralice sus consignas y doctrinas. Y Benedicto XVI, quien viaja casi siempre gratis y dispone de un papamóvil sobre el que llueven los confetti lanzados por sus seguidores, se quedará tan ancho. En un ambiente festivo, con cánticos e himnos y acompañado esta vez de 13 motos y 12 coches que le preceden y seguido de 29 coches de Policía, hará su entrada en Madrid de la manera más ostentosa. “Se nota, se siente, el papa está presente”, gritarán sus fans a su paso. Y hasta alguno de ellos llegará a decir: “Me siento mejor persona, en armonía. Mi corazón está contento”. Otros se conformarán con haberlo captado por su máquina fotográfica o incluso sin ella. Como esa señora de 86 años cuyo nombre, María Jesús, no desentona con su entusiasmo: “Pensé que moriría sin ver este momento. Ya puedo morir en paz”.
Ante tanto boato y complacencia, debo recordar que la historia demuestra que las cuestiones de fe han sido siempre fuente de graves conflictos.