Johann Georg Tinius, el santo patrón de los bibliópatas
«En 1653, Sabbatai Zevi, uno de tantos mesías que el pueblo de Israel se ha dado, decidió afirmar su autoridad casándose con los Rollos de la Ley. La boda se celebró en Salónica ante numerosos testigos, y mientras la Tora aguardaba impaciente a su esposo vestida de novia, Sabbatai deslizó el anillo en uno de los rodillos que sirven para desplazar el texto. Es el único caso que se recuerda de un hombre casado con un libro y no ante un libro. Con ser mucho, no es nada comparado con la devoción que Frederic Rowland Marvin guardó a su favorito. Exigió que tras su muerte abrieran su pecho y bajo las costillas, bien cerca de su corazón, enterraran cierto pequeño volumen que había atesorado durante largos años.Pasión más devoradora fue la que aplastó a Fray Vicents, un monje secularizado que vivió como librero de viejo en la Barcelona de 1830. Una bibliofilia incurable hizo del propio Vicents su mejor cliente. Su amor por los libros fue tal, que acabó matando a sus clientes para recuperar aquello de lo que con tanto dolor se desprendía. Un mal día, un grupo de estudiosos se unieron en su contra para arrebatarle en una puja un valioso incunable. El librero no paró hasta asesinar a los cinco molestos competidores y así pudo acariciar a su antojo el tesoro por el que vivía y respiraba. Fue encontrado culpable, pero la auténtica condena le llegó al enterarse que aquel maravilloso volumen no era único. Otro ejemplar campaba en una biblioteca de Francia.
La figura de Vicents forma parte de las leyendas románticas pero la de Johann Georg Tinius es dolorosamente real. A los cuarenta y cinco años nuestro hombre era un teólogo respetado y un párroco muy querido por los feligreses de su aldea de Poserna, en Prusia. En 1809 lo tenía todo. Los vecinos alababan su sentido del deber, su manera de conducirse y su inagotable espíritu inquisitivo. Tal vez pecó de excesiva curiosidad, pues su sed de conocimiento desembocó en una insaciable avaricia libresca. Pronto sus ahorros, la herencia de su primera mujer y las rentas de su segundo matrimonio se revelaron insuficientes para apilar en los anaqueles los libros que tan ardientemente perseguía. Así que nuestro buen sacerdote comenzó con pequeñas sisas del cepillo de la iglesia, continuó robando limosnas a manos llenas y acabó viajando en diligencia en busca de nuevas presas por la región. Johann era un hombre de temple. Abordaba a los viajeros convenientemente disfrazado, les ofrecía amistoso un poco de rapé envenenado, y cuando su víctima caía desvanecida, aligeraba gentil el peso de sus bolsas.
Pero nada era suficiente para calmar el ansia libresca de nuestro bibliópata, así que la mañana del 28 de enero de 1812 mató a eruditos martillazos a su primer hombre y pudo llenar un parde estantes más. Un año después, hundió el cráneo de la viuda Kundhart en Leipzig de la misma manera. Fue su última tentativa recaudatoria. La policía descubrió en su casa una lista con los nombres de las personas más adineradas de la comarca, numerosas pelucas y barbas postizas, y cierto famoso martillo. Pero lo que más sorprendió a los agentes fue contemplar una ingobernable biblioteca de más de sesenta mil volúmenes que se desparramaba como un mar embravecido por todas las habitaciones, cubría las sillas, levantaba las camas y rompía en grandes olas contra las paredes del granero.»
Libros malditos, malditos libros. Juan Carlos Díez Jayo. Ed. Piel de Zapa, 2013
Esta y otras cincuenta y pico suculentas raciones de historias sobre libros es lo que nos regala Juan Carlos Díez Jayo en su Libros malditos, malditos libros. Amenas, atractivas y maravillosamente bien escritas, estas crónicas -o miradas detenidas- se mueven siempre entre la realidad y la ficción y componen un volumen que debería ser de lectura obligada para cualquier aficionado a la lectura y al mundo de los libros, por no decir ya de los bibliópatas deshauciados, rehabilitados o en proceso de rehabilitación. Tan sólo un pequeño defecto: se hace corto. In girum imus nocte et consumimur igni.