Con el fin de obtener una reparación personal e intentar evitar que la intolerable conducta del peligroso siquiatra quedara del todo impune, y que éste pudiera cobrarse nuevas víctimas en futuros pacientes (con consecuencias aún más dramáticas), el maltratado enfermo, careciendo del ánimo necesario para denunciar ante la autoridad judicial el hostigamento sufrido (probablemente constitutivo de delito), optó por presentar sendas quejas ante quienes pensó que tenían el cometido de defender a los pacientes y el de velar por el correcto ejercicio de la profesión médica; a saber: el servicio de Atención al Paciente de Hospitales Parque por un lado, y el Colegio Oficial de Médicos de Badajoz por otro. En ambas reclamaciones, tras narrar con todo detalle el traumático episodio, y dada la gravedad del mismo, solicitaba que se llevase a cabo una investigación a fondo, recabando tantos testimonios como fuera posible y comprobando las grabaciones -si existían- de eventuales cámaras de seguridad que pudiesen haberlo registrado; y que, en base a lo averiguado, el colegiado fuera sometido al pertinente tribunal deontológico y expediente disciplinario a fin de ser sancionado por su proceder, e incluso separado de la carrera médica o, al menos, de la especialidad de siquiatría, pues parecía evidente que tan desabrido e iracundo temperamento era incompatible con una atención sanitaria de calidad a pacientes con trastornos mentales; más bien al contrario: el propio facultativo parecía estar muy necesitado de algún tipo de tratamiento. Por último, el paciente solicitaba le fuese facilitado el informe médico que había pedido durante la referida consulta, por creer tener derecho al mismo.
Es decir: un fiasco en toda regla. Los directivos de ambas instancias no tuvieron en ningún momento -es de inferir- mucho interés en realizar averiguación a fondo alguna, pues, de hacerlo así, habría sido difícil que al menos uno de los ocho o diez testigos que presenciaron el incidente no hubiese confirmado, siquiera parcialmente, el maltrato y las amenazas denunciadas. Cierto es que todos los presentes eran o bien pacientes del propio squiatra -su consulta era la única abierta en ese ala del hospital en aquel momento- o bien colegas o compañeros laborales suyos, y es presumible que no se sintieran muy inclinados a declarar algo que pudiera perjdicarlo; pero aun así, ¿no era posible que, entre aquellas personas, hubiese al menos un ciudadano honesto capaz de corroborar lo relatado por el paciente? Cabe pensar que llevar a cabo una exhaustiva investigación habría sido arriesgado para el colectivo médico, cuyo monolítico corporativismo es bien conocido. Era más seguro no preguntar, no fuese que saliera a relucir la verdad y hubiese que expedientar a un colega.