El 11 de septiembre de 2014 los catalanes independentistas festejaron masivamente el tercer centenario de la caída de Barcelona en la guerra de sucesión española.
La ciudad había defendido la corona española encabezada por los Habsburgo, los Austrias, frente a los Borbón, vencedores y Casa Real desde entonces.
Hace solo dos años, pues, esos independentistas montaron una cadena humana desde la frontera francesa hasta el interior de Valencia reclamando no sólo Cataluña, sino lo que llaman ahora Paisös Catalans, término imperial creación del falangista valenciano Joan Fuster.
Ahora no se atreven a repetir la hazaña, cuyo impulso emotivo pierde fuerza. Los propios medios nacionalistas –casi todos-- reconocen que aquél entusiasmo está muy marchito y parece que en remisión, como temen que se comprobará esta próxima Diada.
Los analistas coinciden en señalar uno dato objetivo: el apoyo al independentismo pasó del 47,8 por ciento en las elecciones autonómicas de 2015 a poco más del treinta por ciento en las últimas generales.
Interesante observación sobre la fluctuación del voto independentista y prueba su inconstancia, su inconsistencia.
Que en un año, y aunque las elecciones no sean las mismas, caiga el independentismo un 17,8 por ciento, demuestra que para buena parte de las masas el separatismo sólo era un estado de ánimo temporal. Una fiebre fluctuante.
Durante décadas el independentismo sólo representó, y como mucho, el 15-20 por ciento, y de golpe se disparó gracias al carísimo y gigantesco agitprop nacionalista.
Que exigía un referéndum separatista en ausencia de debate, de análisis, sin calcular la trascendencia de una elección pasional-oscilante que cambiaría, de permitirse, siglos de historia de España.
Podemos permitirnos caprichos temporales que duren cuatro años –o cinco--, como los gobiernos, pero no cambios drásticos e impulsivos de fronteras, que siempre terminan sangrando.
-------
SALAS