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Buena, buena novela. Buenísima novela.
Sin duda, de la escritura de Philip Roth, este menda se queda con su claro estilo, limpio y exacto, de los que prescinden de zarandajas y ese relleno de gomaespuma que convierte los libros en cojines de tresillo. Un estilo, en suma, propio de un dermatólogo; o sea, que va directo al grano (esto último, lo habrán adivinado, tenía pretensiones de chiste).
Al menos es el estilo que me ha hecho ver el intermediario entre el señor Roth y mis gafas, Jordi Fibla, el traductor. Es él, por tanto, el espejo donde se refleja (esperemos que el cristal no se haya empañado mucho) esta breve novela de poco más de 160 páginas titulada “Indignación” cuyo protagonista, un muchacho judío llamado Marcus Messner advertirá en carne propia la implacable certeza de que la propia voluntad poco puede hacer frente al cúmulo de pequeñas y casuales adversidades con que el mundo y sus habitantes se empeñan en complicar la vida.
Marcus, hijo único de un matrimonio que regenta una carnicería kosher en Newark, decide alejarse de su familia para comenzar su periplo universitario en una pequeña universidad de Ohio. Sobresaliente y voluntarioso estudiante —y solidísimo personaje literario por cierto—, su determinación de hacerse abogado se verá afectada por fuerzas contrarias, que desde la simple pamplina disciplinaria a la poderosa amenaza de la guerra de Corea que en ese momento se desarrolla, con cientos de miles de chinos atacando trincheras a bayoneta calada, hacen que el vulnerable Marcus, tras continuos encontronazos de toda laya y la tórrida relación con Olivia Hutton, otra víctima de los valores establecidos … Y hasta aquí puedo chivar, por supuesto, para no despachurrar el libro al lector que sin duda, tras leer esta reseña, se tirará de cabeza a buscar su ejemplar.
En todo caso, y para resumir, “Indignación”, novela de iniciación al mundo adulto en la que a veces Marcus nos recuerda al Holden Cauffield de ‘El guardián en el centeno’, relata la lucha inútil del individuo aislado, la difícil integración del muchacho judío pero ateo y poco amigo de congregaciones y fraternidades, los cientos de absurdas contrariedades que le asaltarán en el camino que tan bien trazó y que se condensan en el undécimo mandamiento de Philip Roth, el autor de Newark (también es de Newark Paul Auster, ¿qué les darán de comer por ahí): “No te conformes, indígnate o la vida lo hará por ti”.
Para terminar, un párrafo de la casi la página final:
“¡Pero no podía! ¡No podía creer como un niño en una deidad estúpida! ¡No podía escuchar sus himnos lameculos! ¡no podía sentarse en su sagrada iglesia! Y las plegarias, aquellas plegarias con los ojos cerrados… ¡una putrefacta y primitiva superstición! ¡Locura Nuestra, que estás en el cielo! ¡La ignominia de la religión, la inmadurez, la ignorancia y la vergüenza de todo ello! ¡Lunática piedad acerca de nada! […] ¿qué alternativa tenía Marcus, qué otra cosa podía hacer más que, como el Messner que era, como el estudioso de Bertrand Russell que era, golpear con el puño la mesa del decano y decirle por segunda vez ‘Váyase a la mierda’?
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