Me lo he dicho así muchas veces: estoy harto (todavía no se había editado el librito en cuestión y, según veo ahora, me faltaba vocabulario). Y ese hartazgo me lo he tenido que merendar con muy poca compañía: llevo años buscando a otros indignados con los que compartir ese sentimiento tan aparentemente asequible ahora, asistiendo, por ejemplo, a múltiples concentraciones o manifestaciones a las que tantas veces me he desplazado en solitario (claro, eran para cosas tan atípicas o políticamente incorrectas como oponerme al terrorismo), y no me ha sido nada fácil encontrar compañía. Al revés: para mi desánimo, he tropezado demasiadas veces con el rechazo ambiental. Y es que claro, mi hartazgo, mi indignación parece ser de un tipo peculiar, y seguramente no cumple con el perfil exigible en la Puerta del Sol y las otras plazas.
Yo, de manera complementaria, no me creo demasiado la indignación hoy homologada. ¿Cómo me voy a creer la indignación de una gente que admite como portavoz a alguien capaz de decir, respondiendo a preguntas de los periodistas, que daría la bienvenida a este movimiento a BILDU, es decir a ETA, que, en contrapartida, y como los de Falange Española, se han mostrado solidarios con las concentraciones? ¿Qué clase de indignación es esa que exhiben quienes sólo se acuerdan de la corrupción, descrita, hasta donde alcanzo a ver, con trazo tan grueso como superficial y utópico, de políticos y banqueros, pero que, estando en España, no son capaces de recordar a las víctimas del terrorismo, o la destrucción sistemática, a lo largo de décadas, de nuestra cohesión social, de nuestras instituciones, de la compleja urdimbre –que hace muchos siglos que empezó a tejerse– que constituyen nuestras relaciones sociales y políticas, nuestro mercado interior, nuestro idioma común, nuestra igualdad jurídica… destrucción que ha llegado a su punto de paroxismo en esta era zapateril? Y sin embargo, es precisamente ése el caldo de cultivo en el que han aflorado todas las corrupciones y todas las ineptitudes que han hecho de la nuestra una crisis económica e histórica peculiar y especialmente enrevesada.
En fin, que, por supuesto, hay suficientes razones para estar indignados. Pero no consigo evitar pensar que estas concentraciones de ahora son una emulación, suficientemente descafeinada y acomodada a los márgenes de nuestra dulcificada manera de estar en el mundo, de las revueltas del norte de África, que, evidentemente, se generaron en contextos mucho más dramáticos. Y las frases y eslóganes que tuve la oportunidad de ver escritas el otro día, junto a otros miles de curiosos, en todo el perímetro de la Puerta del Sol, desgraciadamente, no llegaban ni de lejos al punto de creatividad y originalidad del Mayo del 68, que también sentí que se trataba de emular (afortunadamente, en compensación, tampoco se llegaba al punto de peligrosidad social y de irresponsabilidad de los sesentayochistas).
“No somos antisistema; el sistema es antinosotros”, dicen. El caso es que, evidentemente, no se sienten partícipes de las reglas de juego de la democracia, las que habrían de llevar a esta gente a elevar su frustración a la categoría de propuesta política articulada, razonada y efectiva. Además de la frustración que han llevado a las plazas de nuestras ciudades cuando este movimiento se puso en marcha, me temo que tendrán que acarrear con la que se llevarán en el viaje de vuelta, cuando no consigan insertar de manera constructiva alguna clase de propuesta que pueda conducir a la sociedad a emitir algo más que paternalistas gestos de comprensión y de contenida simpatía (cada vez menos).