Sobre la naturaleza del ser humano, sobre su carácter en las interacciones con otros individuos de su especie, sobre si es bueno o malo (términos de los que no me muestro muy partidario en emplear) sobre si en verdad somos egoístas o altruistas, son temas recurrentes de nuestra sociedad. La teoría de la elección racional trata de explicar las anteriores problemáticas desde un enfoque económico y sociológico. De ahí que la teoría desglose la sociedad en individuos o la economía en microeconomías de agentes individuales que buscan acumular el mayor beneficio posible, y que sobrestiman su utilidad, por encima de los costos, reales o potenciales que el mismo individuo conlleva.
No sería errado pensar que esta teoría estudia a los individuos desde una óptica económica que acaba por mercantilizar a la persona, observando su comportamiento como si de una empresa, o de una ficción legal se tratase. Fruto de esta apreciación, se genera la asunción de que los individuos son egoístas. Se asume también que todo individuo está dotado de razón, que le dispensa la capacidad de elegir la forma con la que encarar el futuro mediante sus actos, premeditados en base a su perspectiva personal. Ante estas ideas, cabría preguntarse si deberíamos dividir la manera en que analizamos al individuo en “¿Cómo se comporta o manifiesta el individuo?”, y “¿Cómo es en realidad?”, pues lo uno es aparente, y lo otro sustancial, ya que engloba al “ser”.
Cuando me enfrento a un problema como este, suelo tratar de resolverlo de manera similar a como se resuelven las igualdades matemáticas; deconstruyendo y analizando cada elemento hasta dar con el resorte que impide funcionar correctamente al conjunto. En consecuencia, vemos que hay buenas razones para expresar, tanto, que el ser humano es egoísta, como que no lo es. Para explicar esto, se podría decir que todas las personas nacen con una parte común a lo universal, a lo que es propiamente humano, y otra parte concorde a uno mismo, lo personal, al “yo” psicoanalítico. Sería como considerar la mente como un programa de ordenador, cuyo sistema operativo es Linux, por lo que viene predefinido con la misma versión para todos los usuarios, pero al ser libre y de código abierto, a lo largo de nuestra vida vamos alterando el código fuente (especialmente durante la infancia) de manera que nos convertimos en individuos con patrones y bases comunes a los demás, pero con algo especial que nos hace únicos, similar al mito filosófico de la tabula rasa.
¿De dónde nos viene el egoísmo? ¿De lo congénito o de lo adquirido? Hoy en día se sabe que la educación es la principal clave en el desarrollo de toda persona, lo que sustrae la importancia de lo adquirido, pero también conocemos el llamado “instinto de supervivencia”, toda persona quiere salvaguardad su integridad física y mental, lo que también se llama “instinto de conservación”, o «conato». Tanto el instinto como la razón en un individuo comparten el amor porque este siga existiendo. En este caso, diríamos que todo ser humano es parcialmente egoísta, pero el egoísmo no es solamente “amor a uno mismo”, sino “amor a uno mismo en exceso”, y no creo que nadie considerara seriamente que pretender mantenerse vivo es en sí mismo egoísta.
Sócrates discurre en los diálogos platónicos (en la parte XII del libro IV de La República), sobre un principio que pretende asentar para aclarar sus disertaciones sobre las partes del alma y su relación con su ciudad ideal, no es otro que el principio de contradicción, formulándose por primera vez en toda la literatura griega.
«Es claro que un mismo ser no admitirá el hacer o sufrir cosas contrarias al mismo tiempo, en la misma parte de sí mismo, y con relación al mismo objeto; de modo que, si hallamos que en dichos elementos ocurre eso, vendremos a saber que no es uno solo, sino varios».
Poco después, y en referencia a los apetitos, Glaucón dice:
«Cada apetito no es apetito más que de aquello que le conviene por naturaleza; y cuando le apetece de tal o cual calidad, ello depende de algo accidental que se le agrega». (A lo que Sócrates responde) «Que no haya, pues, quien nos coja de sorpresa y nos perturbe diciendo que nadie apetece bebida, sino buena bebida, ni comida, sino buena comida. Porque todos, en efecto, apetecemos lo bueno (…)».
Estas dos ideas bastan para explicar que el ser humano busca lo bueno por naturaleza, pero que su razón le puede llevar a aceptar lo malo, o algo cuyas consecuencias sean perjudiciales para los demás e incluso para sí mismo. Por otro lado, el principio de contradicción nos ayuda a comprender que el ser humano no es egoísta y altruista al mismo tiempo, sino que puede serlo, y que todo aquello que sirva para argumentar lo contrario, se basa en conceptos diferentes. Decir que el ser humano es egoísta es fútil. Toda persona es proclive a ser egoísta o descuidar los intereses ajenos, y múltiples experimentos como el de Milgram, o el de la Cárcel de Stanford lo demuestran, pero eso no es razón suficiente para definir a la raza humana como egoísta o malvada. Hay que encontrar la frontera entre lo público y lo privado, entre mi conveniencia y la de los demás. Dentro de ese espectro, encontraremos donde se halla el egoísmo y su ausencia. Quizás deberíamos aplicar no sólo la economía al estudio de lo social, sino también lo social al estudio de la economía.