¿Qué podía hacer?
Ya no era solo ocuparme de ella, sino también pensar en no dejar rastros.
Cuando recordaba cómo se vinculaba con la gente, la ansiedad me aflojaba el nudo de la corbata.
Acabar con su presente, dejaría demasiados cabos sueltos.
Poseía una enorme habilidad para encandilar a todo el mundo con su presencia. Era encantadora, pero esto no podía interponerse en mis intenciones. Tenía que hacer mi trabajo.
Fue ese día cuando, mientras ella se despedía de sus compañeros de universidad, decidí concluir con lo mandado.
Mientras la seguía a una distancia prudencial, no pude evitar ver como sus cabellos se meneaban dulcemente al compás de sus pasos, y de cómo sus zapatos crujían contra el suelo…”debo hacerlo, debo hacerlo” pensaba en reiteradas ocasiones.
Después de enamorarme más de una vez con su andar, vi cómo se detenía para esperar por el transporte habitual. Era mi momento.
Cobijado por la noche y la soledad de la calle, me acerqué hasta estar frente a ella.
Su mirada… no puedo olvidarla. Tenía un dejo de angustia y piedad.
Eran ojos tristes que me pedían perdón por errores que nunca había cometido. Sentí compasión por ella.
Tuve el impulso de arrepentirme y retirarme solamente con el triunfo de mi cobardía. En un mudo lenguaje, le estaba gritando que yo no quería hacerlo, pero que no tenía otra alternativa.
Lleve una de mis manos a su cintura, al tiempo que sus ojos se hicieron más grandes de lo que ya eran. Por una de sus mejillas se escapaba con lentitud, una pequeña gota de sudor.
“No hay nada que se pueda hacer para resolver esto” pensé.
En ese momento, ella cerró los ojos como entregándose vulnerable a su destino, mientras yo, convertido en un ser casi desconocido, comencé a robarle de sus labios besos despiadados.
Como lo suponía, ya no había nada que se pudiera remediar.