Cuesta admitir que nuestro cielo de papel está tan contaminado como el cielo real. Comencé a leer esta entrevista de Raquel Blanco a Marta Ramoneda buscando alguna anécdota tan divertida como las que narró el gran Yánover en sus memorias, frases que demuestren el amor de una librera por su oficio, pero terminé sumergido por una ola de comentarios de lectores golpeados y dolidos, libreros para los que nuestro paraíso era su infierno.
La polémica comenzó en el tercer comentario, el día siguiente a la publicación de la entrevista y creció hasta apoderarse del relato, expandirse por las redes sociales y provocar una seria crisis de reputación. La pesadilla que relatan los presuntos extrabajadores de La Central se puede resumir en la frase de un lector que se identifica como ‘Flaneur’: “salarios miserables, horarios infames, además de un trato denigrante por parte del jefazo”.
El jefazo es Antonio Ramírez, fundador junto a Ramoneda de La Central y ogro en este cuento. “Siempre me presionó para cumplir horas extras no remuneradas o realizar horarios inflados”, comenta un extrabajador. “El mobbing es la causa del bajo índice de despidos dentro de esta empresa. Se le hace la vida imposible a un trabajador hasta que este no puede más y decide marcharse, sin paro, sin indemnización, sin nada”, escribe otra presunta extrabajadora, mientras entre denuncia y denuncia los clientes muestran su desencanto.
“Si es cierto que existe explotación laboral en las librerías de La Central, esta entrevista no estaría completa, y unos cuantos dejaríamos de comprar allí. No estaría nada mal que la propia gerencia de la librería se explicara”, escribe Salvador Ruiz de Züanzu. Marta Ramoneda no le responde pero el 31 de diciembre publica este comunicado publicado en la página de la librería. De forma absurda, oculta que la polémica surgió por la entrevista en Jotdown.
El comunicado está trufado de cifras para sostener una idea ‘central’: todo lo que hacen es legal. Es el mensaje que Ramírez transmite días después en esta entrevista en ‘Diario reponsable’ y en ésta publicada en eldiario.es, donde declara: “A nosotros se nos exige más que cualquier otro comercio: lo aceptamos, es parte de nuestra razón de ser. Y en respuesta a lo que se ha dicho no podemos más que apelar al sentido común. Lo que decía antes: somos un comercio y además de libros ¡nada nos es fácil!”
¿Exigimos más a La Central que a nuestro supermercado? Dudo de que sea así. Los lectores saben tanto de las condiciones de trabajo de los libreros como de las del supermercado de la esquina. Muchos creen que su paraíso es un paraíso para los empleados: “¡Qué suerte trabajar rodeado de libros!” Ignoran que el sueldo es miserable, el horario malo y que gran parte de la jornada se pasa retirando los libros no vendidos para colocar los que acaban de llegar. “Leer – me dijo mi jefa cuando fui librero – da mala imagen“.
Lo que más ha molestado a los clientes de La Central es la aparente hipocresía de sus dueños. Un libro sin leer es solo un objeto, más pesado que un paquete de cereales, más ligero que una resma de folios. Abrir sus páginas y comenzar a leer nos permite conocer mejor el mundo, poner nombre a nuestros sentimientos, vivir las vidas de héroes y cobardes, genios y comunes, evadirnos de nuestra realidad repetida y convertirla en un sueño único.
Leemos para ser más felices pero también para ser mejores (personas), incluso cuando leemos a tipejos como Celine, genial en sus libros, miserable en su vida. “Ahora ha salido un libro que me ha gustado muchísimo, ‘Días felices en el infierno’ de György Faludy”, responde Marta Ramoneda cuando Blanco le pide al final de la entrevista que nos recomiende un libro. “Son las memorias de un poeta húngaro que estuvo deportado en un campo de concentración”. Ramoneda no sabe aún la polémica que va a desatar. Ignora que logrará que nos preguntemos por qué leemos.
‘Librerías’. Jorge Carrión. Anagrama. Barcelona, 2013. 344 páginas, 19,90 euros.
‘Memorias de un librero’. Héctor Yánover. Trama. Madrid. 2014. 224 páginas, 22 euros.