Revista Diario

Infiel (por Manu)

Por Imperfectas
Infiel (por Manu)Viajero sobre un mar de nubes, Friedrich (1818)
“Quién fuera perfecto para amarte
lamentablemente, no soy yo
no siempre consigo explicarte
los procesos de mi corazón” (*)

La primera vez fue en la guardería con Carmencita. Tendría unos 3 ó 4 años. Le gustaban mis ricillos rubios y mis mofletes sonrosados. A mí me atraía de ella el hecho de que llevara el nombre y primer apellido completamente cosidos en el babi, mientras que yo tan sólo tenía las iniciales. Ese gesto de glamour y distinción, tan inusual en la época, sin duda me resultó irresistible. Una semana antes le había prometido amor eterno a Elenita. Por aquel entonces, aún no sabía que cuando se mezcla promesa y amor, lo eterno se vuelve transitorio.

Pero lo mío con Carmencita no duró mucho. A los pocos meses, mi prima Rosamari, me declaró abiertamente sus sentimientos. Supongo que el roce hizo el cariño y a ella le pudo verme día tras día en la piscina a la que solíamos ir en verano, compartiendo trampolín, aguadillas y demás inocentes juegos acuáticos. Sin embargo, poco tiempo más tarde en ese mismo lugar, lo volví a hacer con otra. Una espontánea que se había agarrado apasionadamente a uno de mis carrillos y no quería soltarme. Tuvo que poner mi madre tierra de por medio, que si no me devora allí mismo. Estas experiencias de infancia marcarían irremediablemente mi futuro devenir…
El tiempo pasó, el niño de mofletes prominentes y sonrosados se convirtió en un adolescente soñador, un tanto acomplejado y con tendencia a fabular. De vez en cuando, solía imaginarme como ‘el último romántico’, en un alarde de pedantería ególatra que venía motivado por la fascinación que producía en mí la poesía de amor y los grandes autores del Romanticismo. Actitudes y preferencias que, obviamente, no llamaban la atención del sexo opuesto, preocupado en otros menesteres más livianos y terrenales. Y yo, aunque intentaba ser fiel a mí mismo, no siempre lo conseguía. Ni siquiera podía ser fiel a los demás: nadie se fijaba en mí.
Hasta que todo cambió.
Uno cree que se enamora muchas veces, pero cuando se enamora de verdad es diferente. Todos tus esquemas se rompen, todo aquello con lo que soñabas se vuelve tangible, experimentable. El anhelo se convierte en deseo, la angustia en pasión y la tristeza del desamor de antaño, en efervescencia. Uno se enamora y no piensa en nada más. No le importa nada más. Son los momentos más felices de la existencia, los que hacen que la vida merezca la pena. Pero como suele ocurrir, hasta que no lo pierdes, no te das cuenta de lo que tienes. Somos efímeros, el amor no es más que una pluma que el viento va llevando a su compás. Se desvanece, se difumina, se transforma, se pierde…
Y yo lo perdí. Lo perdí porque a veces las cosas, al igual que empiezan, se acaban. O tal vez, por ser preso de un instinto innato que actúa como sortilegio, me adentré en la peligrosa línea que separa las luces de las tinieblas, los cielos de los infiernos, el paraíso del abismo. Me dejé llevar por las musas de la seducción. Las mismas que me indujeron a cometer semejante delito sentimental, las que se adueñaron de mi voluntad y me hicieron sucumbir inevitablemente a sus poderosos encantos. ¿Es acaso uno dueño de sus propios actos?, ¿acaso lo es de sus pasiones? Sin querer eludir mi parte de responsabilidad criminalizando a tan tentadores verdugos, en mi defensa debo argumentar que lo hice sin mala fe, por puro y simple hedonismo. No tener intenciones hirientes debería constituir un eximente de cara al Tribunal de Amor, ese que juzga siguiendo el corazón, no la razón.

Otra cosa es la gente, que juzga (y prejuzga) sin más; sin pararse a observar ellos mismos sus propias miserias. Pero a mí ésos no me interesan. “¡Quién esté libre de pecado que tire la primera piedra!”, dijo Jesús ante los fariseos que pretendían lapidar a una mujer que había cometido adulterio. Así lo recoge el Evangelio, referente indudable de amor al prójimo. Algo que llevado al exceso es lo que he hecho yo: amar al prójimo, como a mí mismo.
Ahora bien, no me justifico, sé que he causado dolor, que mis actos tienen consecuencias, y negarlo sería de hipócritas. Se me podrá acusar de egoísta, insensible, machista, pretencioso, abyecto y toda una retahíla de calificativos ‘amables’. Espero que, por lo menos, nunca de falta de honestidad. Asumo el precio a pagar: la soledad. Y si tengo que pedir perdón, lo pido. A Carmencita, a Rosamari, a Elenita y a todas aquellas a las que haya podido herir o agraviar, incluidas las musas. Permitidme sólo una última voluntad: ojalá algún día vuelva a enamorarme, ojalá sea perdonado.
Sólo lo imposible dura siempre…
Los nombres, personajes y situaciones descritos en este documento son fruto de la ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia.
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* (Versos que escribí hace unos años para una canción de perdón. Pocas veces he estado tan orgulloso de mis palabras. Quizás nunca pierdan su vigencia.)

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