Me asomé a una de las ventanas de la iglesia. El coyote tuerto de pelo rojizo rondaba alrededor del edificio. Se deslizaba entre las sombras, como un fantasma rojo. A veces veía su único ojo brillar en la oscuridad, como una llama verde. —Anda, chico, siéntate y come algo—dijo el Padre Veracruz. Había encontrado una escoba en la sacristía, había barrido y quitado las telarañas y se había sentado en uno de los bancos, a comer el pan, el queso y la carne seca que yo había traído. Me uní a él. El hatillo con las cabezas de Albino Jim y Orlock estaba arrumbado en un rincón. Lo señalé con el dedo. —¿Por qué se lleva las cabezas? ¿Son scalps? —No. Es para evitar que vuelvan a unirse a sus cuerpos. Quiero que sigan muertos.
—¿Pueden hacer eso? —No todos, pero sí, pueden hacer muchas cosas raras. Algunos aprenden a transformarse en determinados animales: murciélagos, ratas, lobos… —¿Coyotes? —Quizá coyotes, por qué no. Una vez maté a uno que se había convertido en armadillo. —Ese coyote tuerto que nos ronda es Betty la Roja. Lo sé, la vi transformarme. —No te preocupes, déjala que nos ronde. Mientras esto sea suelo consagrado, no podrá entrar. Y, de todas formas, cuando adoptan una forma animal son menos poderosos. —Pero es que me pone nervioso. —Es lo que pretende. Así que tranquilízate. El padre se había quitado la bandana del cuello, la había doblado cuidadosamente y la había dejado en un extremo del banco, junto a su sombrero. Para limpiarse la boca después de comer sacó de un bolsillo un pañuelo blanco, de hilo. —Esa bandana debe ser muy importante para usted—dije. —¿Y tú qué sabes? —La trata con mucho cuidado. Y evita mancharla. Normalmente, la gente usa la bandana como servilleta, no mancha para eso un buen pañuelo de lino blanco. —Eres muy observador, chico. —Además, es una bandana extraña, para un hombre. La tela se ve muy fina, y ese estampado de pequeñas flores de colores… más parece una prenda de mujer. —Iba a serlo. Mi mujer iba a hacer con ella un vestido para mi hija, en la granja… —Por eso colgó el revólver. Para convertirse en granjero. —No exactamente… colgué el revólver porque encontré una buena mujer, y quería conservarla. Después de la guerra reclamé unos acres de tierra al sur de Texas, construí una granja en ellos y me dediqué a criar cerdos. Fue idea de mi mujer, decía que los cerdos son más fáciles de criar que las reses, o las ovejas, porque no hay que sacarlas a pastorear. » Un día fui al pueblo a comprar provisiones. Mi mujer me pidió que comprase tres yardas de tela con un estampado alegre, para hacerle un vestido a la niña. Así lo hice, compré la tela de calicó con el estampado más florido y alegre que había en la tienda. Cuando volví a la granja, con los víveres y la pieza de tela… Bueno, Albino Jim ya había pasado por allí. Ya conoces esa parte de la historia. —Debió ser terrible encontrarlas muertas. —Hubiera sido mejor haberlas encontrado muertas que como las encontré. Bueno, la niña sí lo estaba. Y los cerdos, también. Un sembrado de cadáveres pálidos desperdigados en derredor de la granja, con los cuerpos intactos pero desangrados. Mi Teresa… salió a recibirme con los brazos abiertos y los labios muy rojos. Y un brillo en los ojos que no había tenido nunca. La boca le chorreaba sangre. Creo que fue ella quien mató a nuestros cerdos y los drenó. Tuve que atravesarle el corazón con una estaca de madera. Después de enterrarla, a ella y a la niña, atravesé la frontera y me fui a México. Allí ingresé en un seminario, me ordené sacerdote… y aquí estoy. —Y ahora que ya ha matado a Albino Jim… ¿Qué hará? —La muerte de Albino Jim no es el final de todo esto. Háblame del Comodoro. —Tiene un gran rancho en las afueras, el Rancho Bran. Así se llama. Está lejos, desde aquí no se ve. Hay que viajar casi una jornada entera en dirección al Este para encontrarlo. Bueno, clavándole las espuelas a un caballo rápido se podría cubrir la distancia en algo más de media jornada. —¿Tiene a mucha gente con él? —Bastante. No sabemos cuánta, exactamente. No vienen por aquí. Aquí sólo venían Albino Jim, Orlock y Betty la Roja. El Comodoro se las arregló para que nombraran Sheriff a Albino Jim. —Si el rancho está a una jornada de distancia, eso significa que necesitan ese tiempo para recibir la noticia, y otra vez ese tiempo para venir aquí. —A menos que tengan caballos muy rápidos. —Es verdad. Y también es verdad que los muertos viajan deprisa, o eso dicen.Pero, de todas formas, hasta mañana por la noche, como muy pronto, el Comodoro y su gente no nos darán problemas. Hala, a dormir. El Padre Veracruz se envolvió en su manta de viaje y se tumbó en un banco, con la bandana doblada bajo la cabeza y el sombrero tapándole los ojos. Yo me acerqué a la ventana y miré al exterior. Buscaba al coyote tuerto, pero no logré verle. —Ya no veo al coyote. —Habrá ido a dar el aviso de lo que ha pasado esta noche. —¿No deberíamos montar guardia? —No vale la pena. Ya te he dicho que no pueden entrar aquí, ahora que vuelve a ser suelo sagrado. Duerme tranquilo. Obedecí, me tumbé en un banco y, aunque pensaba que no podría pegar ojo, me quedé dormido al instante, y muy profundamente. Tanto, que no me di cuenta de cuando amaneció. Y tampoco de que, en ese momento, la iglesia se llenó de gente. Hasta que la mano áspera, sudorosa y maloliente a ajo del señor Dimitrescu me tapó la boca, con fuerza, despertándome. Quise zafarme, pero entre Dimitrescu y otro hombre me tenían inmovilizado. Vi que otros dos tenían encañonado al padre, y le habían quitado los revólveres. Allí estaban todos los habitantes del pueblo, los catorce: el señor Dimitrescu; el viejo Joshua, el enterrador; el dueño de la tienda, el señor Hans Müller… todos hombres, salvo la vieja Abigail, la que cría gallinas, la única mujer que aún quedaba en el pueblo. Era la que tenía los revólveres del Padre. Habíamos cometido un error al no hacer guardias: las criaturas malditas no podrían entrar en la iglesia, pero las personas normales sí. Y las personas normales le tenían demasiado miedo al Comodoro. —Señor Dimitrescu ¿Qué están haciendo? —Proteger nuestras vidas, Ismael. Tú bien sabes que el cura nos ha puesto en peligro a todos. En cuanto el Comodoro se entere de que han matado a sus hombres, nos matará a nosotros… o algo peor. —El Padre Veracruz nos libró de Albino Jim. Todos odiabais a Albino Jim. Todos le teníais miedo. —Tenemos más miedo del Comodoro. Y con buenas razones, tú lo sabes bien. —¿Qué vais a hacernos? —Os colgaremos de una soga—dijo el viejo Joshua—Lo siento mucho, Ismael, pero tenemos que hacerlo. Así, cuando el Comodoro venga al pueblo y os vea balanceándoos al viento a dos palmos del suelo, quizá nos deje en paz. Y dicho y hecho, nos llevaron a rastras hasta el final de la calle mayor, donde empieza el pueblo. O donde acaba, según como se mire y de dónde venga uno. Del portalón que le daba inicio, y del que, en otros tiempos, pendía un cartel con el nombre del pueblo, ahora pendían sendas sogas anudadas. El padre hizo todo el camino en silencio, no despegó los labios en ningún momento. Yo, en cambio, estallé. —¡Sois una pandilla de cobardes! ¡Os merecéis que el Comodoro os mantenga esclavizados y aterrorizados! —Tienes razón, Ismael—dijo el señor Dimitrescu—Somos unos cobardes. Pero es mejor ser un cobarde vivo que un valiente muerto. Alguien había traído el caballo del Padre y mi mulo. Nos montaron en ellos, nos pusieron la soga al cuello y estaban a punto de azuzar a nuestras monturas cuando un disparo cortó, limpiamente, la soga alrededor del cuello del Padre. Inmediatamente después, otro disparo cortó la mía. El señor Müller alzó su rifle, y una tercera bala se lo arrancó de las manos. Müller lanzó un juramento en alemán y se agarró la mano herida, que le sangraba. Jim Rawlins alzó su revólver, y tuvo peor suerte: un balazo le arrancó el sombrero, y parte de la cabeza. Todos miramos en la dirección en que habíamos oído los balazos, unos metros más allá de las primeras casas. Y vimos a un hombre negro, muy elegante—iba en mangas de camisa, pero la camisa era tan blanca que relucía, y estaba adornada con volantes en el cuello y los puños: y el chaleco era de fantasía, lucía un estampado de rosas rojas sobre fondo negro— que montaba un palomino y se encaraba un Winchester de repetición, cuyo cañón humeaba. Se necesita muchísima habilidad, y un caballo muy bien entrenado, para disparar un rifle sin desmontar y sin que el caballo se encabrite, y acertar desde tan lejos a blancos tan pequeños. Todos se habían dado cuenta de eso, todos sabían que nadie allí podía tener ninguna oportunidad ante un tirador tan magnífico. Ni siquiera en grupo. Y rindieron sus armas sin rechistar, como buenos cobardes que eran. —No hay nada que me guste más que estar ante un pelotón de linchamiento con un rifle cargado—dijo el forastero, mientras se acercaba, sin bajar el arma, guiando al caballo sólo con los talones. Realmente, el palomino estaba muy bien entrenado. —Usted no sabe por qué íbamos a colgarlos. —Sé que nadie merece ser colgado por una muchedumbre. Y con eso me basta. Aunque me sorprende un poco que fuerais colgar a vuestro predicador. —No soy un predicador—dijo el Padre—soy un sacerdote católico. —¿Ah, sí? ¿Es usted el párroco? No, no soy el párroco de esta gente, ni su predicador, ni su pastor ni su chamán. Y tú, forastero ¿Quién eres? —Mi nombre es Jean-Baptiste Bonnechance ¿Y el suyo, Padre? —Me llamo Valdemar Veracruz. —¿Como el famoso pistolero? —Yo soy el famoso pistolero. El Padre le quitó los revólveres a la vieja Abigail, y se estaba poniendo las cananas a la cintura. —Dime, Jean-Baptiste Bonnechance ¿Qué has venido a buscar por aquí? —Alguna vez podría decir gracias, Padre. —Gracias. Pero no has contestado a mi pregunta. —A mis hermanos. —Apuesto a que tu hermano era soldado—intervine yo. Y es que había reconocido al forastero. Era el otro hombre en la fotografía que llevaba el último forastero que mató Albino Bill. El ex soldado de caballería cuyo cadáver ahora descansaba en nuestro cementerio, con una estaca clavada en el corazón.
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