Ser dibujante de tebeos de terror debe ser deprimente. No por nada, no es cuestión de consideración peyorativa sobre el género (que la hay, seguro) o de la sempiterna cuestión de las miserias del que afila lápices para dibujar (que las hay, y a toneladas). Es algo tan simple como impotencia. Me imagino al señor o señora dibujante o dibujanta delante de la página, intentando trasladar esa experiencia cinéfila de escalofrío gélido que va agarrándose a la columna y que explota finalmente en un aterrador susto que nos hace saltar del asiento, ese clima de terror tensionado, de nerviosismo ansioso ante la siguiente imagen… Y claro, también me imagino al pobre dibujante o dibujanta poniendo velitas por tener a mano una sala oscura, una banda sonora de chillones y estridentes violines y el control férreo de los tiempos para que el lector, obediente, pase de viñeta única y exclusivamente cuando se le indique. Pero, ¡ay!, dura es la vida del dibujante o dibujanta o dibujanto, porque el lector resulta ser caprichoso y lee el terrorífico tebeo con halógenos de 2000W y gafas de sol, con música de Parchís y antes de pasar la página, esa que escondía un impactante y terrorífica doble-página destinada a hacerle saltar por los aires, se va a echarse una meadilla ante la presión de la fresquita cerveza que se estaba tomando. Y si esto me lo imagino yo, piensen ustedes en la cara del dibujante/a/o/u/i ante la página en blanco, pensando en lo mismo: terminará dibujando ositos amorosos, que por lo que le pagan es lo mismo.
Pero no. Resulta que es posible trasladar el terror al papel. A viñetas exactamente. O por lo menos, hay un precedente claro. O una excepción: Alberto Breccia.
Mira que uno ya está baqueteado en esto de las lecturas terroríficas, pero sigo teniendo grabado a fuego el día que leí dos historias de Breccia, dos adaptaciones: La gallina degollada de Quiroga y El corazón delator de Poe. Aparecían en el Biblioteca TOTEM de El Eternauta, una espléndida versión inacabada de la genial creación de Oesterheld, como algo casi sin importancia, como un relleno más. Pero oigan, qué relleno. Era dos historietas que jugaban con ese expresionismo brutal del claroscuro rotundo para crear una tensión y un ritmo únicos, para romper todas las reglas del juego: el dibujo, antes pasivo ante el lector, toma las riendas y le marca los tiempos. Era algo increíble: en una secuencia sin precedentes (Krigstein, quizás, se acercaba), cuatro viñetas se repetían incesantemente. Un solo cambio: una onomatopeya cada vez mayor. Un único resultado: nuestros propios latidos se acompasaban frenéticamente al ritmo de lo ficcionado, se transformaban en ansiedad y sentíamos ese escalofrío primordial y atávico incomprensible que es el miedo. Y lo mismo para La gallina degollada, en la que de nuevo la imagen repetida y esa palabra ROJO, marcada a fuego tipográfico saliendo de bocas mudas y de unos ojos perdidos consigue espantar hasta lo impensable. Breccia había captado la esencia del terror, no necesitaba de ritmos, músicas ni efectos. Sólo necesitaba crear miedo y espanto. Era lógico que fuese, también, el único dibujante capaz de traducir a dibujos la prosa de Lovecraft. Esos monstruos ignominiosos que se desplazaban por geometrías imposibles con formas y colores inhumanos encontraron en las aguadas y los efectos de Breccia el cómplice ideal, llevando el expresionismo al límite del impacto visual ante el lector, usando luces y sombres para insinuar y sugerir, para ir deslizando lentamente un estado de ánimo, un cúmulo de sensaciones, una alucinación gráfica que se tornase tangible, que erizase todos y cada uno de los pelos del cogote.
Pero donde quizás ese terror se hace más palpable es cuando Breccia se atrevió con Sabato y su Informe sobre ciegos, un relato magistral sobre el camino que lleva a la locura que deja siempre pequeños flecos a la reflexión, a la duda sobre esa sociedad atenazante y mutiladora del individuo que nos rodea. Manteniendo ese espíritu – y perdóneseme la herejía-, Breccia multiplicó la eficacia de la pluma de Sabato hasta el infinito, extrayendo del relato original la esencia del terror, de ese miedo a lo desconocido que lleva del delirio y la paranoia a la pura locura. De golpe, los miedos atávicos y primordiales de Lovecraft toman sentido y forma, como parte oculta de la mente humana que puede aparecer proyectada en cualquier esquina. Nuestra psique se intenta proteger de lo desconocido, de aquello que nos perturba transformándolo en señal de peligro, de algo a evitar ante todo y sobre todo. Sin embargo, como bien demuestra el personaje de Fernando Vidal, aquello que nos atemoriza nos fascina, nos impulsa a seguirlo pese a la amenaza de destrucción. Y Breccia borda esa avalancha de sensaciones contradictorias, de elementos que nos inquietan y nos atraen a la vez, siempre con ese juego magistral de sus aguadas, con la insinuación de sus contrastes, con formas imposibles que la razón no reconoce pero el subconsciente acepta como parte de sus recuerdos más olvidados, dinamitando las conexiones entre imaginación y realidad para conseguir dibujar la esencia del terror.
Aprovechen ustedes la edición de Astiberri y no se pierdan esta obra maestra del viejo Breccia.