Érase una vez en la Francia ocupada… Con esta frase que podemos leer al comienzo del film ya nos hacemos una idea de lo que no nos vamos a encontrar. Tarantino no ha realizado una cinta sobre la 2ª Guerra Mundial, ni una bélica, ni siquiera es fiel a la historia; a partir de decenas de referencias, homenajes y un conocimiento único del séptimo arte, el director norteamericano nos ofrece un relato de venganzas en el que plasma todas sus obsesiones.
La guerra no es más que un contexto. Malditos Bastardos se sitúa en medio de unas calles de París infestadas de nazis, como podría haberlo hecho en la Rusia zarista o en la Roma imperial. Los nazis no son nazis, son malos de película. Toda la cinta es un continuo homenaje al cine (y ya no sólo desde un punto de vista técnico): desde el uso del tempo del spaghetti western (algo a lo que ya ha recurrido en alguna ocasión) a situar parte de la acción en una sala de proyecciones o que uno de los protagonistas se pase de héroe de guerra a actor de cine
El talento de Quentin Tarantino no tiene parangón. Usando un tempo lento y muy particular, crea escenas de auténtica tensión. Las secuencias de la taberna, el encuentro del coronel Landa con Shosanna (Mélanie Laurent) en la cafetería de París o el que tiene con Diane Kruger casi al final de la película causan una profunda angustia y obligan a mantenerse en las butacas a pesar de su (a priori) excesiva duración. Ya la secuencia inicial en la granja da buena fe de esa sensación de intranquilidad con la que brinda al público.
Lo de Tarantino es un cine íntimo y salvaje, que ronda siempre bajo una misma marca, pero aportando una nueva vuelta de tuerca con cada película. La indiferencia no tiene cabida en su filmografía, y Malditos Bastardos no deja indiferente.
Malditos Bastardos recoge la esencia de la filmografía de Tarantino, está dividida en capítulos o pequeñas historias que llevan a un último punto; todas ellas con su inicio, nudo y desenlace como si en sí mismas fueran pequeñas historias. La clave para entender el cine de Quentin Tarantino está en que intenta llevar el libro al cine. No me refiero a hacer una adaptación más o menos fiel como Millenium o la saga de Crepúsculo. Él lo que intenta es trasladar el lenguaje del libro a imágenes.Un libro no está estructurado de forma cuadriculada, la historia va avanzado y deteniéndose según como le indique el hilo que lleve; componiéndose de capítulos de distinta profundidad y duración, hay algunos más extensos que otros. Esa es la idea que recoge Tarantino, que escribe sus guiones como si fueran novelas. De ahí que, la presentación de personajes mediante rótulos, que dentro de los esquemas tradicionales de Hollywood no está bien visto, aquí cobra todo el sentido. Otra de las cosas que siempre se le han criticado es el ofrecer “flashbacks” o escenas con información irrelevante según la concepción cinematográfica, pero que en realidad no lo es, ya que ofrece detalles sobre sus personajes tal como hace una novela al detener la acción para hacernos alguna descripción.
Si en sus anteriores películas los personajes y sus diálogos eran la fuerza que movía el conjunto de la obra, en Malditos Bastardos cobran aún más importancia. Ya no sólo por lo que se dice o no se dice, los distintos acentos e idiomas dan un mayor abanico de matices al film. Hasta cuatro lenguas llegan a emplear los protagonistas para relacionarse entre ellos. Incluso los acentos son relevantes, pues hay personajes que se delatan por éste y escuchar como el teniente Aldo Raine pronuncia su particular italiano no tiene desperdicio. Esta variedad lingüística que se presume como uno de los puntos fuertes, presumiblemente decaiga y pierda sentido con la versión doblada al castellano. Una pena. Hablando de lenguas, Christoph Waltz (el Coronel Landa) pasa de una a otra como si tal cosa. Su personaje se eleva por encima de todos convirtiéndose en el dueño de la cinta cada vez que aparece en pantalla. Con cada gesto y cada palabra deja notar su presencia.
La aparición en escena del coronel Landa ya provoca un mal cuerpo en el espectador, ya que no se trata del típico oficial nazi al que estamos acostumbrados a ver: déspota y agresivo; sino que mantiene una actitud muy educada y formas corteses, juega mucho con la ironía y desborda sentido del humor. El público lo ve venir, sabe que todo lo que hace y dice Landa va con una intención muy clara, está siempre un paso por delante de sus interlocutores, lo que aumenta la tensión del momento.
Por el contrario, los bastardos resultan de lo más flojo de la película. Están muy desdibujados. Eli Roth debe su participación por ser amigo del director. Porque realmente su personaje es completamente prescindible; y Brad Pitt da la impresión de que cumple un papel de reclamo publicitario, pues su personaje es plano y está desaprovechado. Hay una descompensación entre los dos bandos: los nazis aportan más emoción y complejidad interpretativa, al tiempo que los bastardos van de un rollo más superficial. En cuanto a las “chicas Tarantino” (que no pueden faltar), la bellísima Diane Kruger es la elegida para ofrecernos el deleite fetichista que no falta en ninguna de las películas del director americano, mientras que la francesa Mélanie Laurent, en una gran interpretación, hace las veces de judía que se esconde de los alemanes.
Como aspecto más reprochable (aparte de los bastardos en sí) está el hecho de recurrir a técnicas y lenguajes ya usados anteriormente en sus películas, como la escena en la que se muestra la crueldad de los bastardos, rodada como si fuera un spaghetti western. No logra aportar nada nuevo. Además, tira de la misma música de Enio Morricone que utilizó en Kill Bill. Aquí lo cierto es que Tarantino habló con el compositor para escribir la música de Malditos Bastardos, pero al no llegar a tiempo, se decidió por repetir composición.