Debía tener 20 años cuando desperté del sueño de la inmortalidad. Tres muertes, dolorosas como sacudidas eléctricas, me sacaron a hostias del inocente limbo de la juventud.
La primera fue natural, la de mi abuela largamente encamada. Para hacer la maduración más brusca, sucedió una mañana de Reyes.
La segunda y la tercera siguieron a dos accidentes de tráfico, que se llevaron a sus víctimas mucho tiempo antes de lo debido. El tercer muerto era, de hecho, algo más joven que yo.
Hasta entonces el día de finaos no era otra cosa que una vela encendida en la despensa familiar. Gruesa como un puño pero con una llama frágil y temblorosa, en permanente riesgo de extinción. Me parece verla todavía, sobre la esquina exterior de un archivador oxidado.
Han pasado tres décadas desde aquella despensa y mi madre sigue usando la misma vela. Ha mermado y su llama sigue frágil. Pero sigue, que es a lo que vamos.
Bendita ironía: la muy jodida nos va a sobrevivir a todos.