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Roberto Hernández Montoya
La foto del año, la del martes pasado con Dominique Strauss-Kahn derrumbado sobre sí mismo, arruinado emocionalmente, sin aliento, sin rabia, sin espíritu, tirado a los leones mediáticos, a nuestro sadismo, en la ruina ética más redonda, solo me recuerda otra de igual justicia poética: la soledad profunda de Daniel Romero el 13 de abril de 2002. Así como Romero en aquellos 15 minutos de gloria del 12 de abril de 2002, cuando leyó resplandeciente el Acta Inmarcesible de Pedro Carmona, era la imagen de la apoteosis, la del día siguiente era el icono del naufragio, la de «yo vendí a crédito». Romero, cuentan, había arruinado sus bien cortados pantalones con sus propios residuos corporales cuando un oficial bolivariano le puso una mano en el hombro y lo saludó: –¿Entonces, Considerando? Me detesto disfrutando la efigie de Strauss-Kahn sin mirada, menos que cadáver, inspeccionando su vacío, las ropas ajadas, demolido en un tribunal neoyorquino, sabiéndose radicalmente sin mañana. Horas antes campeaba en un hotel de lujo de Nueva York, correteando recién duchado tras una camarera, como siempre: arrollador, imperioso, pues era uno de los cuatro seres más poderosos del planeta: Obama, Clinton, Bill Gates, Presidente del FMI. En sus manos feroces estaban las catástrofes financieras que azuza el FMI, suficiente como para nutrir la más machista de las erecciones. El hombre de los grandes cálculos cometió el peor cuando estimó que aquella cacería sería menor, que nadie le cobraría a él, dios, otro desafuero contra una mujer más: una camarera africana. El poder más alto puede volverse polvo cósmico en minutos. Calculó pésimamente porque lo hizo en el país del fariseísmo absoluto, en que una persona pública comete el menor desliz, el faux pas más retaco, y la linchan, ¿verdad, Bill Clinton?, en que colaboran enamoradamente protestantes puritanos y católicos mafiosos en un mismo merengue, todos manoseados. Francés, creyó que en Nueva York le reirían la gracia que ya le han acatado en París, con una mucama mexicana y una periodista de su Partido Socialista. Al menos esas otras dos se le vislumbran. Pero generalmente en esos maniáticos hay muchas. Ah, porque el caballero es socialista, no te lo pierdas. Pero hasta Teodoro Petkoff tiene neuronas éticas para captar la ridiculez ontológica de ser socialista y Presidente del FMI. “Oh, what a lucky man he was!” cantaban Emerson, Lake & Palmer en los años 60, ‘¡oh, qué hombre sortario que era!’. Una semana antes, le Canard enchaîné, semanario humorístico francés fundamental, ironizaba que el socialismo de Strauss era «bobólido» (sic), por el Porsche que abordaba. En francés callejerobobo es ‘burgués bohemio’. Ya venía traqueteando aquel candidato macizo, de inmoralidad sin tacha, a presidir la Francia Inmortal, apoyado por el calamitoso presidente plástico actual. Ya no. Ahora le toca la catacumba del olvido en su Imperio adorado, que devora a sus aliados como cotufas, que acaba de inmolar, simbólica y/o físicamente, a su gran socio Osama Ben Laden. Cualquier día se atraganta su patético Nobel de la Paz. Porque en Francia opinan que a Strauss-Kahn le hicieron una encerrona, aunque mi amiga la feminista Giséle Halimi está escandalizada con el silencio sobre la camarera. Tengan cuidado, cipayos venezolanos: El Imperio que sirven es un amo peligrosamente nervioso y temperamental. ¡Qué peligro, MariCori! [email protected]