El mundo no se da cuenta de lo a gusto que se está en mi ostra y, sin embargo, tengo que abandonarla a diario. Meterme en el despacho de sesiones por la mañana me cuesta un triunfo. Antes de entrar me tengo que mentalizar. Por el camino hago acopio de paciencia, desde el instante cero de arrancar el coche. El trabajo está ahí, a la espera, y procuro no perder más tiempo del necesario. Mientras llega el resto, reviso las últimas notas de los enfermos ingresados. Le echo un vistazo a la consulta. Mejor me estudio lo que me aguarda esa mañana para andar preparada de antemano.
La sesión empieza tarde por costumbre. Los puntuales damos un voto de confianza a los impuntuales y esperamos que ese sea el día en el que suceda el milagro. Cuando nos cercioramos de que no es así, repasamos la planta. Esa tarea se repite varias veces, según aparece el resto. Los que se han perdido los comentarios en su momento, sienten la necesidad de expresar su opinión. Con las repeticiones no ganamos tiempo. Con las interrupciones tampoco. Todo el mundo habla a la vez. No hay consenso. El volumen sube mientras unos y otros intentan hacerse oír. Es mareante. A veces tengo la sensación de que a nadie le interesa lo que se habla, sino tan solo el hecho de hablar. También pienso que hace falta un moderador aunque no puedo dejar de sentir lástima por el pobre que se empeñe en llevar a cabo semejante labor, Hércules fracasó en su día, no se atrevió ni a cruzar la puerta. Sé cual sería mi primera regla: el que llegue tarde no tiene derecho a abrir la boca. Es posible que de ese modo se arreglasen algunas cosas, aunque supongo que su impopularidad la haría inviable de entrada.
Para mi infinita desesperación, cada día, la sesión se alarga. Se discute más allá de la hora a la que está citado el primer paciente. La impuntualidad me indigna, me parece una falta de consideración hacia el resto y, cuando hay trabajo por hacer, me agobia. Reconozco que, en ese aspecto, cumplo todos los criterios diagnósticos del TOC (trastorno obsesivo-compulsivo). A la hora en punto salta un resorte que me obliga a levantarme de la silla y a escapar. Como el conejo de Alicia, miro el reloj mientras acelero por los pasillos. No me calmo hasta que no recibo al primer paciente.
-¿Vas a venir a la cena? -me preguntan en la sesión.
-No -respondo.
-¿Por qué?
-No me apetece.
Es evidente que la diplomacia no se hizo para mí, por el contrario parece que en la sinceridad grabaron mi nombre, a fuego, que el ardor en exceso duele.
-¿Y si cambias de idea?
-No voy a cambiar, si estoy mejor en casa que fuera, es tontería salir.
Mi razonamiento se cae por su propio peso y es tan evidente como cierto: prefiero estar tranquila con House a irme por ahí con los compañeros del trabajo, por bien que me lleve con ellos. Además ya he estado en otras cenas y he comprobado que la impuntualidad no se limita a las sesiones.
-A veces es necesario socializar -me recriminan para ver si me convencen por esa vía.
-Ya socializo demasiado.
Definitivamente, soy un hurón. Y me gusta mi madriguera.