La insula es el edificio de varias plantas que alberga viviendas para alquilar y que surge en Roma como consecuencia del aumento de población y escasez de terreno para construir. Su nombre proviene de cuando las antiguas chozas estaban separadas de las contiguas por un espacio, dedicado generalmente a huerto, que las dejaba aisladas unas de otras. Al aparecer los edificios de varios pisos estos mantuvieron el nombre de insulae e inicialmente estas construcciones debían de constar de dos plantas: la parte inferior estaría dedicada a la explotación del negocio familiar, y la superior, a la vivienda.
“Todo el terreno que tenían algunos particulares, si lo habían adquirido de forma justa, que lo siguieran conservando sus dueños; pero el que habían edificado algunos después de haberlo tomado por la fuerza o por robo, debían entregarlo al pueblo una vez que los nuevos dueños pagaran los costes que los árbitros decidiesen, y todo el terreno restante, que era público, el pueblo debía recibirlo sin pago y repartírselo. Explicaba también que esta medida resultaría ventajosa para la ciudad por muchas cosas, pero, sobre todo, porque los pobres ya no se sublevarían por el terreno público que poseían los patricios, pues ellos se contentarían con recibir una parte de la ciudad, ya que de la tierra no era posible porque los que se habían apropiado de ella eran muchos y poderosos. Cuando hubo expuesto tales argumentos, Cayo Claudio fue el único que se opuso mientras que la mayoría dio su consentimiento, y se decidió entregar ese lugar al pueblo. A continuación, en la asamblea por centurias convocada por los cónsules, estando presentes los pontífices, los augures y dos intendentes de sacrificios, hicieron los votos e imprecaciones habituales y la ley fue ratificada. Dicha ley está grabada en una estela de bronce que colocaron en el Aventino después de haberla llevado al templo de Diana. Cuando entró en vigor la ley, se reunieron los plebeyos, sortearon los terrenos y empezaron a construir, cada uno tomando una parcela tan grande como pudo. A veces, se reunían de dos en dos, de tres en tres e incluso más para construir una sola casa, y a unos les tocaba en suerte la parte de abajo y a otros, la de arriba. Así pues, aquel año se empleó en la construcción de casas.” (Dionisio de Halicarnaso, Historia antigua de Roma, X, 32, 2)
Via de la Abundancia, Pompeya. Ilustración Jean-Claude Golvin
Desde el siglo III a.C. la ciudad empezó a crecer de forma desmesurada como consecuencia del abandono de tierras y escasez de alimentos provocados por las guerras que demandaban continuamente más hombres para combatir. Los campesinos emigraron a la ciudad buscando trabajo, pero allí no había suficiente terreno para proporcionar vivienda a todos los recién llegados, por lo que se empezaron a levantar edificios de varias plantas.
“En una ciudad tan grande y con tal multitud de ciudadanos fue preciso ofrecer innumerables viviendas, y como el suelo urbano es incapaz de acoger una muchedumbre tan numerosa, que pueda vivir en la ciudad, tal circunstancia obliga a dar una solución mediante edificios que se levanten en varios pisos. Así, con pilares de piedra y con estructura de mampostería se levantan varios pisos con numerosos entramados, que logran como resultado unas viviendas altas, de enorme utilidad. Por tanto, el pueblo romano adquiere viviendas magníficas sin ningún obstáculo, a partir de superponer unos pisos sobre otros.” (Vitrubio, De Arquitectura, II, 8, 17)
Debido al creciente aumento de población la altura de estos bloques de viviendas se elevó hasta llegar, en los últimos años de la República, a tener seis o siete plantas.
“César Augusto se preocupó, sin duda, de semejantes limitaciones de la ciudad, contra los incendios, organizando una milicia de libertos que debía prestar socorro y, contra las demoliciones, disminuyendo la altura de las nuevas construcciones mediante la prohibición de que ninguna edificación se elevara sobre la vía pública por encima de los setenta pies”. (20 metros). (Estrabón, Geografía, V, 3, 7)
Horrea Epagathania, Ostia. Ilustración Jean-Claude Golvin
Las insulae solían conocerse por el nombre de su propietario y en los sótanos o debajo de la escalera se excavaba una especie de cueva que se utilizaba como almacén o bodega. La planta inferior con acceso desde la calle estaba ocupada por las tiendas (tabernae) y cada vivienda dentro de la insula era un cenaculum
“En este edificio deseo que la insula Sertoriana sea para mi hija. (Hay) seis cenacula, diez tabernae, y un almacén debajo de las escaleras. Que lo disfrute.” (CIL 6.2979114)
Inscripción de la insula Sertoriana
Los apartamentos o cenacula que se ubicaban en los pisos más bajos eran normalmente más espaciosos y caros, pudiendo contener varias estancias, cocina y letrina, e incluso agua corriente. Los situados en los pisos más altos, además de tener la incomodidad de más tramo de escalera, carecían habitualmente de estas comodidades.
“Siempre que te encuentras conmigo, Luperco, me dices al punto: “¿Quieres que te envíe un propio, para que le entregues tu libro de epigramas, que te devolveré una vez leído?”. No es necesario que molestes a un esclavo. Está lejos, si quiere venir hasta El Peral, y además vivo en una tercera planta, pero alta.” (Marcial, Epigramas, I, 117)
En muchos casos se habilitaba una sola habitación (cella) que podía ocupar el espacio destinado a una taberna que no se había alquilado como tal o una pequeña estancia justo debajo del tejado, la cual tenía apenas las condiciones mínimas de habitabilidad y en la que además el calor sería sofocante en verano, por lo que el precio estaría conforme con lo que muchos podrían permitirse.
“Dime, Gargiliano, ¿qué haces en Roma? ¿De dónde tienes tu modesta toga y el alquiler de tu oscuro cuchitril?” (Marcial, Epigramas, III, 30)
Cuarto militar, Arbeia, Reino Unido
Los apartamentos o cenacula se diseñaban en forma alargada siguiendo la línea de la fachada que obtenía la luz solar. Las estancias se desplegaban a lo largo de esta aprovechando la luz que entraba por las ventanas. En los extremos se ubicaban las estancias más grandes con sus propias ventanas, mientras que en la parte central se encontraría un corredor desde el que se accedería a las otras habitaciones más pequeñas y sin luz directa. En alguno de los pisos podía encontrarse un acceso desde este corredor a un balcón.
“La gente del pueblo, debido a que en los combates cuerpo a cuerpo llevaban la peor parte, subieron apresuradamente a los pisos de arriba desde donde causaron problemas a los soldados disparándoles tejas, piedras y otros cacharros. Los soldados no se atrevieron a subir contra ellos por su desconocimiento de las casas, estando cerradas además las puertas de casas y talleres. Entonces prendieron fuego a todos los balcones de madera que encontraron, y había un buen número de ellos en la ciudad. Al estar los edificios muy apretados y por la gran cantidad de madera en contacto, el fuego se extendió fácilmente por la mayor parte de la ciudad, de suerte que muchos pasaron de ricos a pobres al perder grandes y hermosas propiedades, valiosas unas como fuente de beneficios, y otras por su artística construcción.” (Herodiano, Historia del Imperio Romano, VII, 12, 5)
Ilustración de Ítalo Gismondi
En la parte baja y común algunos edificios contaban con un jardín y patio con pozo. En caso de no haber un pozo los inquilinos deberían acudir a los pozos o fuentes repartidos por las calles para proveerse de agua.
Pintura de Ettore Forti
En Roma no todas las casas de alquiler estaban destinadas a la plebe urbana que vivía en condiciones miserables, también había una clase media de comerciantes y miembros del rango ecuestre, que no se podían permitir el lujo de poseer una casa (domus) propia, pero si ansiaba vivir con un mínimo confort, por lo que se empezaron a construir insulae más suntuosas, en las que a veces se pagaban unas rentas desorbitadas, como se ve en el caso de Sila, quien siendo joven, había residido en un cenáculo por el que pagaba 3000 sestercios.
“A lo último, cuando, apoderado ya de la república, quitaba a muchos la vida, un hombre de condición libertina, que se creía ocultaba a uno de los proscriptos, y que, por tanto, había de ser precipitado, insultó a Sila, diciéndole que por largo tiempo habían habitado en la misma casa en cuartos arrendados, llevando él mismo el de arriba en dos mil sestercios, y Sila el de abajo en tres mil; de manera que la diferencia de fortunas entre uno y otro era la que correspondía a mil sestercios, que venían a hacer doscientas cincuenta dracmas áticas. Estas son las noticias que nos han quedado de su primera fortuna.” (Plutarco, Vidas paralelas, Sila, 1)
Insula, Ilustración de Andrei Koribanics
Los residentes de estas insulae debían aguantar las incomodidades de vivir en una comunidad de vecinos con negocios en los bajos, además de soportar los ruidos habituales de una ciudad en movimiento. Así describe Séneca las molestias a las que se enfrenta en su residencia de Bayas:
“Vivo precisamente arriba de unos baños. Imagínate ahora toda clase de sonidos capaces de provocar la irritación en los oídos. Cuando los más fornidos atletas se ejercitan moviendo las manos con pesas de plomo, cuando se fatigan, o dan la impresión de fatigarse, escucho sus gemidos; cuantas veces exhalan el aliento contenido, oigo sus chiflidos y sus jadeantes respiraciones… Luego al vendedor de bebidas con sus matizados sones, al salchichero, al pastelero y a todos los vendedores ambulantes que en las tabernas pregonan su mercancía con una peculiar y característica modulación… Entre los ruidos que suenan en derredor mío, sin distraerme, cuento el de los carros que cruzan veloces por la calle, el de mi inquilino carpintero, el de mi vecino aserrador, o el de aquel que junto a la Meta Sudante ensaya sus trompetillas y sus flautas, y no canta, sino que grita. Me resulta aún más molesto el ruido que se interrumpe, de cuando en cuando, que el otro continuado.” (Séneca, Epístolas, 56)
Los edificios solían estar construidos de forma muy endeble con materiales muy baratos, aprovechando el espacio al máximo, sin tener apenas ninguna medida de seguridad.
“Quisiera que nunca se hubieran inventado las paredes de zarzos, pues cuantas más ventajas ofrecen por su rapidez y por permitir espacios más anchos, tanto más frecuentes y mayores son los problemas que plantean, pues son fácilmente inflamables, como teas de fuego. Parece más acertado gastarse un poco más y usar barro cocido, que estar en un peligro continuo, por el ahorro que suponen las paredes de zarzos.” (Vitrubio, De Arquitectura, II, 8, 20)
El paso del tiempo, la falta de mantenimiento y los malos materiales empleados ponían a las insulae en constante riesgo de derrumbamiento, que los propietarios y los intermediarios con los inquilinos intentaban arreglar con apuntalamientos o reparaciones imperfectas que ponían en peligro la vida de los arrendatarios.
“Nosotros habitamos una ciudad que se apoya en buena medida en frágiles pilares, pues con un pilar detiene el casero el derrumbamiento, y así que ha tapado la abertura de viejas rendijas nos invita a dormir despreocupados con la ruina encima.” (Juvenal, Sátiras, III, 195)
Ilustración Peter Connolly
Cuando en la casa se detectaban grietas se recurría a estas soluciones transitorias, pero fáciles y baratas que evitaba al propietario un enorme gasto al propietario, quien, no obstante, debía haberse ocupado más diligentemente del mantenimiento y reparación de su propiedad.
“Grande cosa nos da el que apuntala nuestra casa cuando amenaza ruina, y el que repara con maravillosa arte el cenaculo que tenía arruinados los cimientos; y con todo eso se conciertan estos reparos por un sabido y ligero precio.” (Seneca, De los beneficios, 6, 15)
Existían normativas que limitaban el grosor de los muros con la idea de que los edificios no tuvieran una altura demasiado elevada, lo que, por otra parte, incrementaba el riesgo de derrumbe.
“El derecho público no permite construir paredes exteriores con un grosor que supere pie y medio. Las restantes paredes, con el fin de no acotar un espacio ya excesivamente estrecho, se levantarán con el mismo grosor. Pero las paredes de adobe, a no ser que tengan dos o tres hileras de adobe, con un ancho de pie y medio únicamente pueden soportar encima un piso.” (Vitrubio, De Arquitectura, II, 8, 17)
Ilustración Italo Gismondi
Otro peligro al que se enfrentaban los moradores de una insula era el de los incendios, muy frecuentes en este tipo de vivienda por el uso de braseros y hornillos portátiles, la falta de chimeneas que expulsaran el humo, el hacinamiento y los materiales empleados en la construcción que incluía el empleo de la tierra, adobe y tapial con gran cantidad de madera en su estructura.
“Hay que vivir allí donde no hay incendio alguno, ni temor alguno durante la noche. Ya pide agua, ya traslada sus cachivaches Ucalegón, ya tienes el tercer piso echando humo.
Tú ni te enteras, pues si el alboroto empieza en las escaleras de abajo, el último en arder será el que sólo las tejas resguardan de la lluvia, donde las tiernas palomas ponen sus huevos.” (Juvenal, Sátiras, III, 195-200)
Como estos incendios tenían consecuencias devastadoras ya que se destruían barrios enteros algunos emperadores tomaron medidas para atajarlos en el futuro y para paliar las consecuencias de los ya sufridos, que incluían los materiales a utilizar en las reconstrucciones, las restricciones en los números de pisos a levantar y precauciones en cuanto a la seguridad.
Tras el incendio del año 64 d.C. Nerón promovió la reconstrucción de la ciudad de Roma teniendo en cuenta no solo la reedificación de las casas, sino la reestructuración de calles y barrios.
“Pero las casas abrasadas del fuego no se reedificaron sin distinción y acaso, como se hizo después del incendio de los galos; antes se midieron y partieron por nivel las calles, dejándolas anchas y desavahadas, tasando la altura que habían de tener los edificios, ensanchando el circuito de los barrios y añadiéndoles galerías o soportales que guardasen el frente de los aislados. Estas galerías los solares limpios y desembarazados, y, señaló premios, conforme a la calidad y hacienda, de los que edificaban, con tal que se acabasen las casas y los aislados dentro del término establecido por él. Mandó que las calcinadas y los despojos de aquellas ruinas se echasen en los estaños de Ostia, y que lo cargasen y llevasen allá los navíos que habían subido por el Tíber cargados de trigo. Ordenó también que en ciertas partes se hiciesen los edificios sin trabazón de vigas y otros enmaderamientos, rematándolos con bóvedas hechas de piedra de Gabi y de Alba, las cuales resisten valerosamente al fuego. Y para que el agua de las fuentes, mucha parte de la cual hasta allí se divertía en uso de particulares, pudiese abundar más en beneficio público, puso guardias para que pudiesen todos tener más a la mano la ocasión de reprimir el fuego en semejantes desgracias. Mandó también que cada casa se fabricase con paredes distintas y propias, y no en común con las del vecino. Todas estas cosas, hechas por el útil, ocasionaron también grande hermosura a la nueva ciudad; aunque creyeron muchos que la forma antigua era más sana, respecto a que la estructura de las calles y altura de los tejados servía de defensa contra los rayos del sol; donde ahora, el ser las calles tan anchas y descubiertas, y a esta causa privadas de sombra, ocasiona más ardientes calores.” (Tácito, Anales, XV, 43)
Los peligros no solo acuciaban a los alojados en los cenacula, sino también a los viandantes que pasaban por las estrechas calles y que se arriesgaban a ser golpeados por los objetos que caían, sobre todo, desde los pisos más altos por el fuerte impacto que podían tener sobre sus cabezas. Así, Juvenal se queja de ello, no sin congratularse por el hecho de que uno podría contentarse de que solo le cayese encima el agua sucia de una palangana o el contenido de un orinal.
“Considera ahora otros diferentes peligros de la noche:
la altura que alcanzan las elevadas casas, de donde un recipiente
te hiere en la cabeza cuantas veces caen de las ventanas jarrones
desconchados y partidos, y el enorme peso con que marcan
y hacen mella en el pavimento. Se te podría tener por negligente
y poco previsor de accidentes repentinos, si asistes a una cena
sin hacer testamento: los riesgos son tantos exactamente como
ventanas abiertas y en vela esa noche, cuando tú pasas bajo ellas.
Así que debes anhelar y llevar contigo el deseo miserable
de que se contenten con verter palanganas bien anchas.” (Juvenal, Sátiras, III, 268)
A pesar de los riesgos la inversión en el mercado inmobiliario se consideraba lucrativa y muchos romanos con dinero veían las rentas provenientes de los alquileres como un negocio provechoso del cual se podía obtener grandes beneficios y vivir bien de ello.
“Sus conocidos lo acompañábamos a casa agrupados a su alrededor, cuando, al subir el monte Cispio, vemos ardiendo una casa de alquiler de muchos pisos de altura y a punto ya de ser devorada por el vasto incendio. Entonces, uno de los acompañantes de Juliano comentó: “Son grandes las rentas que se obtienen de las fincas urbanas, pero los riesgos son, con mucho, mayores. Si existiera algún remedio para que las casas no ardieran con tanta frecuencia en Roma, ¡por Hércules! que vendería las fincas rústicas y compraría fincas urbanas”. (Aulo Gelio, Noches Áticas, XV, 1, 2-3)
Domus urbana y al fondo insulae. Ilustración María Espejo
Un reducido grupo de aristócratas romanos se vieron convertidos en prósperos hombres de negocios y supieron ver que la inversión en casas de alquiler podía ser una manera rápida de obtener ganancias y constituir un medio de subsistencia seguro para su vejez. Cuando un propietario decidía construir un edificio de viviendas invertía en él un capital importante con la intención de obtener beneficios e intentaba sacar el máximo rendimiento posible. Por ejemplo, Cicerón contaba con las rentas de unos arrendamientos para financiar la estancia de unos ciudadanos en Atenas.
“Quisiera que le propongas a Marco, aunque sólo si no te parece injusto, que acomode los gastos de esta estancia fuera a las rentas del Argileto y el Aventino, con las cuales se habría contentado fácilmente si permaneciera en Roma y tuviera una casa alquilada, como pensaba hacer; una vez se lo hayas propuesto, quisiera que tú personalmente organizaras el resto, es decir, el modo de que le proporcionemos cuanto necesite a partir de estas rentas. Yo responderé de que ni Bíbulo, ni Acidino, ni Mesala , que, según oigo, estarán en Atenas, hagan gastos superiores a lo que se reciba de estas rentas. Así pues, quisiera que veas primero quiénes son los arrendatarios y a cuánto; después que sean de los que paguen puntualmente; y también la cantidad suficiente de dinero para el traslado y para el equipaje.” (Cicerón, Cartas a Ático, XII, 32, 2)
Según el derecho civil romano no se podía separar la propiedad de lo edificado de la propiedad del suelo, por lo que no se podía vender cada cenaculum por separado, sino que debía venderse el edificio entero y el solar sobre el que se había construido.
“Un edificio levantado en mi terreno, aunque el constructor lo haya hecho por su cuenta, me pertenece por ley natural; porque la propiedad de una estructura corresponde a la propiedad del terreno.” (Gayo, Instituciones, II, 73)
Esto mismo dio lugar a una fuerte especulación, producida por la creciente necesidad de vivienda y el consiguiente aumento del precio de los alquileres, que no se veía frenada por la legislación existente y que provocó el enriquecimiento de algunos ciudadanos romanos notables. Por ejemplo, Cicerón apenas se entristece cuando dos tabernae de su propiedad se derrumban, porque ve que tras su reconstrucción podrá pedir una renta más alta.
“Y respecto a tu pregunta de por qué he hecho venir a Crisipo (arquitecto), se me han derrumbado dos tiendas y las demás tienen grietas; de forma que no sólo los arrendatarios sino incluso los ratones han emigrado. Los demás llaman a esto desastre; yo ni siquiera incomodidad. iOh Sócrates y seguidores de Sócrates, jamás os lo agradeceré lo suficiente! ¡Dioses inmortales, qué insignificantes me resultan esas cosas! Pero, no obstante, se ha iniciado, siguiendo por cierto el consejo y la iniciativa de Vestorio, un plan de reconstrucción tal que este daño resultará ventajoso.” (Cicerón, Cartas a Ático, XIV, 9)
Algunos lograron hacerse muy ricos con la especulación, como es el caso de Marco Licinio Craso quien supo aprovecharse de la desgracia de los que sufrían el incendio de sus viviendas, al hacer a los propietarios ofertas de comprar el edificio a un precio muy bajo para así poder construir sobre los restos un nuevo edificio empleando a sus propios esclavos. Un cuerpo de bomberos creado por él no actuaba hasta que la venta no se había cerrado. La rehabilitación del edificio siniestrado le permitía incrementar el precio del alquiler a los nuevos arrendatarios.
“Teniéndose por continuas y connaturales pestes de Roma los incendios y hundimientos por el peso y el apiñamiento de los edificios, compró esclavos arquitectos y maestros de obras, y luego que los tuvo, habiendo llegado a ser hasta quinientos, procuró hacerse con los edificios quemados y los contiguos a ellos, dándoselos los dueños, por el miedo y la incertidumbre de las cosas, en muy poco dinero, por cuyo medio la mayor parte de Roma vino a ser suya.” (Plutarco, Vidas paralelas, Craso, 2)
Negociando para apagar el fuego
Los precios solían subir en las calendas de Julio, fecha en la que empezaba la vigencia de los contratos de arrendamiento y aumentaba la demanda de vivienda. Sin embargo, la cotización de las viviendas que no se habían alquilado bajaba pasados esos días. Los inquilinos que no podían hacer frente a los pagos debían abandonar la casa y podían ver embargados sus bienes. Marcial se burla de un tal Vacerra que deja su casa con sus únicos y miserables propiedades tras ser embargado por no pagar el alquiler y al que aconseja buscarse un puente bajo el que alojarse.
“¡Oh vergüenza de las calendas de Julio! He visto, Vacerra, tus trastos, los he visto. Los que han quedado sin embargar por el alquiler de dos años los llevaba a cuestas tu mujer, una pelirroja con siete crenchas, y tu encanecida madre con la gorda de tu hermana… Creería uno que se mudaba la cuesta de Aricia. Iba un camastro de tres patas, una mesa de dos y, junto con una lucerna y una cratera de cornejo, un orinal roto goteaba por el lado recortado. A un brasero con cardenillo lo sostenía el cuello de un ánfora; que había tenido arenques o menas incomibles lo manifestaba el olor hediondo de una orza, como difícilmente llega a ser el tufo de una piscifactoría marina… ¿Por qué buscas casas de lujo y te ríes de los caseros, pudiendo, oh Vacerra, alojarte de balde? Esta pompa de tus trastos es la que corresponde a un puente.” (Marcial, Epigramas, XII, 32)
Londiniun. Ilustración Alan Sorrell
Los inquilinos que soportaban rentas abusivas por viviendas de tan mala calidad comenzaron a manifestar su descontento hacia los propietarios en la época de Cicerón lo que desembocó en la primera intervención estatal con respecto a los precios de los alquileres. El pretor Celio Rufo presentó un proyecto de ley que condonaba las deudas y eximía a los inquilinos del pago de sus alquileres, que logró aprobar. Pero el Senado, integrado por muchos propietarios envió al cónsul Servilio Isaúrico a restablecer el orden. Este propuso la destitución de Celio y lo expulsó del Senado. Al año siguiente, el tribuno Cornelio Dolabela hizo la misma propuesta provocando más disturbios. César retomó los proyectos de Celio y Dolabela introduciendo una modificación: la condonación de la deuda por alquileres se reducía a la renta de un año, pero únicamente se aplicaba a las viviendas cuya renta anual no superase los dos mil sestercios, en la ciudad de Roma, y los quinientos en el resto de Italia. Como la medida no fue satisfactoria para los inquilinos, las revueltas se reanudaron en el año 41 a. C.
“Oponiéndose a la ley el cónsul Servilio con los demás magistrados, y pudiendo él (Celio) conseguir menos de lo que pensaba, con el fin de ganar a la gente, suspendida la primera ley, promulgó otras dos: una, en que a los inquilinos se eximía de pagar los alquileres anuales de las casas; otra de rebaja de deudas nuevamente escrituradas; y acometiendo contra Cayo Trebonio con una pandilla de descontentos, después de haber herido a algunos, lo derribó a él del tribunal. Se quejó de este atentado el cónsul Servilio al Senado y el Senado privó a Celio de sus empleos por sentencia. En virtud de ella le prohibió el cónsul la entrada en el Senado, y queriendo él arengar al pueblo, le hizo bajar del tribunal.” (Julio César, Comentarios de la guerra civil, III, 21)
Los propietarios también se sentían defraudados con esta ley porque veían sus ganancias reducidas y aducían que cobrar rentas era un negocio del que obtener el máximo beneficio, y que era lícito cobrar un precio abusivo, si se cumplía con la obligación de hacer las reparaciones necesarias en el edificio.
Y ¿Qué hay de habitar de balde en casa ajena? ¿Cómo es esto? Que yo compre, que edifique, que guarde, que guarde, que gaste mis caudales y que venga otro a disfrutarlo contra mi voluntad. ¿Qué diferencia hay entre quitar a uno lo que es suyo y dar a otro lo ajeno? ¿Y qué otro fin es el de estas nuevas leyes, sino que uno compre heredades con mi dinero, que las posea, y que yo me esté sin ello? (Cicerón, De los oficios, II, 23)
Insula. Ostia. Foto Samuel López
Bibliografía:
La casa romana, Pedro Ángel Fernández Vega; Ed. Akal
http://www.rehj.cl/index.php/rehj/article/viewArticle/361; EL NEGOCIO DE LAS RENTAS INMOBILIARIAS EN ROMA: LA EXPLOTACIÓN DE LA INSULA; ANA BELÉN ZAERA GARCÍA
Rome: A Sourcebook on the Ancient City; Fanny Dolansky and Stacie Raucci; Bloomsbury Academic
https://www.jstor.org/stable/299916?seq=1; The Rental Market in Early Imperial Rome; Bruce Woodward Frier
https://prism.ucalgary.ca/handle/11023/3680; Rental housing and urban property: The archaeological and social analysis of insulae in Roman Ostia from the 1st to the mid-4th century CE; Katherine Tipton
http://local.droit.ulg.ac.be/sa/rida/file/2003/van_den_berg.pdf; The plight of the poor urban tenant; Rena VAN DEN BERGH
https://nanopdf.com/download/marco-licinio-craso-y-la-necesidad-de-politicos-honrados_pdf; Marco Licinio Craso y la necesidad de políticos honrados; Javier Fernández Aguado