Revista Educación

Insurrección

Por Siempreenmedio @Siempreblog
Insurrección

Todos pagamos nuestra cuota de estupidez. Los buenos son, al menos, conscientes del importe e intentan pagar lo mínimo y a escondidas. La cuota de los malos la pagamos todos.

Hace unos días me vino a la memoria una anécdota de mi etapa canallita. Entiéndase mi etapa canallita salir entre semana de cañas que, indefectiblemente, se convertían en gintonics en un bar musical de la calle Balmes. Gintonics que no me gustan y me pedía por no ser yo el especial que le complicara la comanda a la camarera. Así era mi canallismo. Inversamente proporcional a mis resacas los martes en el curro.

La anécdota en sí tiene que ver con uno de los habituales cantantes que actuaban en dicho bar. Imagino que el lector es capaz de ponerse en situación sin haber pisado nunca el establecimiento: el aspirante a cantautor de renombre armado de guitarra y voz tiende a tirar del "maestro Sabina". Y yo, que de Joaquín no me gustan ni los andares, tiraba doble de gintonic. Una noche, el habitual en cuestión, que no solo gustaba del de Úbeda, sino de los épicos Maná (me abstengo de comentar), me pilló en primera fila y con el bar repleto (supongo que fue una ocasional incursión de viernes, en lugar de las habituales y solitarias de lunes). La tasa de alcohol en sangre abrió la espita de mi estupidez y a cada inicio de canción le dediqué al pobre cantante y guitarrista mi mejor repertorio de resoplidos y ojos en blanco. En primera fila. Ni que decir tiene que él se dio cuenta. El borracho era yo.

Su reacción no fue mandarme a tomar por saco, sino invitarme a cantar con él. Y el estúpido que habita en mí, que estaba de celebración, aceptó el reto y eligió la única canción de las suyas (le recuerdo al lector que él era habitual del bar, pero yo también) que me gustaba. Me gustaba mucho. Me ofreció bajarle el tono. Le dije (bueno, el estúpido le dijo) que no me hacía falta. Y canté. Le debí gustar porque me felicitó y no me pegó. Y supongo que el bar aplaudió porque es lo que se suele hacer. Yo me volví al gintonic de mi mesa medianamente orgulloso de algo.

¿Que por qué me ha vuelto esta anécdota estos días? No lo sé. Supongo que tendrá que ver con el hecho de que hace unos días he cumplido años. Una edad que, por primera vez en mi vida, me da apuro (en serio) reconocer. Y en estas ocasiones uno siempre mira atrás. Con bochorno las más veces. Y de aquella canción quedan algunas cosas, como reconocerme en barras de bar, vertederos de amor a las que enseñé mi trocito peor. O saber con certeza que estoy atravesado, herido por las flechas de la incertidumbre. Que me corto el pelo una y otra vez, porque me quiero defender (de la calvicie) y mi rutina consta de pequeñas tretas para continuar en la brecha.

Pero algo he perdido, si alguna vez lo tuve. No siento el llamado a filas. Solo sigo sintiendo vergüenza por lo que le hice al pobre Juan Manuel.

Aunque a lo mejor es esa mi insurrección.

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