La teología está llena de referencias a la inteligencia, desde tiempos inmemoriables. Normalmente, se recurría a la existencia de la inteligencia como prueba de la existencia de Dios, pues, según se argumentaba, seres materiales e imperfectos no pueden tender a fines inteligentes por sí mismos. O incluso seres finitos no pueden contemplar la idea de infinito, a no ser que Dios haya intercedido ahí. Así, nos encontramos textos como la Quinta vía de Santo Tomás de Aquino, que dice:
Vemos, en efecto, que cosas que carecen de conocimiento, como los cuerpos naturales, obran por un fin, como se comprueba observando que siempre, o casi siempre, obran de la misma manera para conseguir lo que más les conviene; por donde se comprende que no van a su fin obrando al acaso, sino intencionadamente. Ahora bien, lo que carece de conocimiento no tiende a un fin si no lo dirige alguien que entienda y conozca, a la manera como el arquero dirige la flecha. Luego existe un ser inteligente que dirige todas las cosas naturales a su fin, ya éste llamamos Dios.
Sin embargo, esto demuestra que la intuición humana erra muchas veces en estas cuestiones. Así como se creía que el ser humano tenía alma, hoy en día se sabe que ese “alma” está en el cerebro. La ciencia demuestra que la inteligencia se viene desarrollando desde hace millones de años, y que surgió, poco a poco, de forma espontánea. Desde que se originó la vida, ya había una cierta inteligencia. Las primeras células comenzaban a unirse y a formar tejidos, primer símbolo de inteligencia.
Asimismo, la inteligencia también puede ser artificial, puramente mecánica. El conocido “Juego de la vida” lo demuestra. Se crea un juego con una serie de normas, como que pueden encenderse y apagarse una serie de luces, al azar. A medida que el juego va enciendiendo luces, va “aprendiendo”, hasta tal punto que empicen a verse figuras cada vez más complejas.
Representación del Juego de la vida.
Y es que la inteligencia no es más que el producto de una compleja organización de materia (células, órganos, o chips) que, por evolución, se han ido adaptando al medio, desarrollándose y autoperfeccionándose, llegando incluso a adelantarse a los acontecimientos. Nada de almas, ni de dioses ultraterrenos.
Después de todo inteligencia no es más que una etiqueta que otorgamos a un comportamiento externo relacionado con la autoperfección y con nuestra forma particular, como seres humanos, de ver el mundo.
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