Hay una inteligencia elocuente, articulada en palabras; pero también hay otra inteligencia –nos dice Zaid en este ensayo–, no menos importante: la que atañe al cuerpo y sus sentidos, al margen de la razón discursiva.
Inteligencia sin palabras. Texto: Gabriel Zaid. Publicado en Letras Libres – Octubre 2010.
La inteligencia que conversa maravillosamente hace olvidar la inteligencia muda. La vista, el oído, el tacto, el gusto y el olfato entienden muchas cosas sin palabras ni interlocutor. Es una inteligencia íntima, incomunicable en el acto mismo de entender, aunque después sea tema de conversación.
Sabio consejo de un entrenador de box (al poeta Julio Hubard): No pienses. Razonar toma tiempo, por poco que sea. Te distrae de la realidad inmediata. Y en esa fracción de segundo te pueden noquear.
Hay una tradición milenaria que recomienda lo contrario: la previsión, el cálculo, el ponderar los pros y los contras. Actuar sin pensar se considera peligroso, inferior. Aristóteles llevó esa tradición al análisis de la inteligencia práctica y la deliberación (Ética nicomaquea). San Ignacio inventó un método para tomar buenas decisiones y llevar el control de su cumplimiento (Ejercicios espirituales). Pascal introdujo el cálculo de probabilidades como criterio para tomar una decisión (Pensamientos).
En el siglo XX, las ideas de estos precursores fueron convertidas en una disciplina amplísima que cubre desde el análisis matemático hasta las prácticas recomendables para decidir, cumplir y evaluar los resultados. Herbert A. Simon hizo en 1955 la apología y la crítica de esta “nueva ciencia”: las matemáticas pueden ser tan complejas y la información necesaria tan costosa que lo racional es proceder con una decisión satisfactoria,
aunque no sea la óptima (The new science of management decision).
En este contexto, se entiende un bestseller de Malcolm Gladwell, Blink: The power of thinking without thinking. Empieza con un ejemplo contundente. El Museo Getty exhibe un kurós: una estatua griega arcaica que representa a un joven desnudo, de pie, con los brazos a los costados y el pie izquierdo adelantado, en una posición hierática que recuerda el arte egipcio. Lo compró en siete millones de dólares porque sólo hay una docena de kurós tan completos (pueden verse en Google Imágenes). Naturalmente, encargó estudios que duraron más de un año, antes de tomar tamaña decisión. Y, sin embargo, un conocedor y luego otro y otro dudaron al primer vistazo, sin ser capaces de explicar por qué. Se organizó un coloquio internacional para discutirlo, y las opiniones se dividieron. Actualmente se exhibe con un rótulo indeciso: “Greek, about 530 bc or modern forgery”.
El verdadero tema de Gladwell es la misteriosa capacidad de acertar de golpe, sin pensar y sin argumentos. Añade numerosos ejemplos de muy distintos órdenes. Pudo haber incluido el consejo del entrenador de box. Un buen golpe no se puede analizar, verbalizar, programar, ejecutar y controlar con la ciencia de Aristóteles, la sabiduría de San Ignacio, las matemáticas de Pascal o la nueva ciencia administrativa del decision making. No hay tiempo.
Quizá la subestimación de la inteligencia sin palabras venga de subestimar a los animales. Aunque hay una tradición que los admira y hasta les atribuye capacidad de razonar, como en la fábulas de Esopo o el Coloquio de los perros de Cervantes, hay otra que niega su inteligencia, o se empeña en distinguirla de la “verdadera”, que es la humana.
Los animales que observan con atención y exploran con curiosidad, que se coordinan para el vuelo o el ataque, que usan palos y piedras para lograr sus propósitos, que engañan intencionadamente, que avisan de peligros o lugares atractivos; que hablan con palabras humanas… parecen inteligentes, pero no lo son: los loros hablan sin saber lo que dicen.
Para confirmar la diferencia, se acumulan distingos: El hombre es el único animal que razona, el hombre es el único animal que ríe, etcétera. Se atribuye a Mark Twain una burla sobre esta obsesión de superioridad: “El hombre es el único animal que come sin tener hambre, bebe sin tener sed y habla sin tener nada que decir”.
El autónimo de muchas tribus (el nombre que se dan a sí mismas en su lengua: los inuit, los maidu, los qomlik, los tlingit) es la misma palabra que usan para decir ‘seres humanos’. Puede ser etnocentrismo (no ver a las otras tribus como realmente humanas); semejante al de los griegos, que llamaban bárbaros (es decir: ‘balbucientes’) a todos los pueblos que no hablaban griego. Pero es quizá antropocentrismo: distinguirse de los animales.
En todo caso, la inteligencia sin palabras parece menos inteligente o racional. Es un prejuicio milenario que ignora la refinada inteligencia de muchas formas de entender sin palabras, por ejemplo: al pintar un cuadro o contemplarlo; al componer música, interpretarla o escucharla; al catar un vino.
Un buen ejemplo son las observaciones de Daniel Barenboim a jóvenes pianistas que interpretan sonatas de Beethoven (Barenboim on Beethoven: Masterclasses, dos devedés de emi Classics). Dice cosas de mucho interés para escuchar mejor un fragmento que se repite bajo observación; pero sus palabras no siempre logran comunicar la observación. A veces tiene que tocar para hacerse entender; primero, imitando la deficiencia que señala, y luego haciendo el cambio que sugiere. La inteligencia musical tiene refinamientos que pueden apreciarse con el oído, pero no siempre pueden describirse verbalmente.
Los diccionarios de la lengua mejoran con dibujos o fotos, porque muchas cosas se entienden mejor mostradas que descritas con palabras. Hay incluso diccionarios puramente visuales que no sólo tienen esa ventaja, sino que permiten la búsqueda inversa, por ejemplo: saber cómo se llama tal parte de un automóvil. Hay uno gratis en línea (//visual.merriam-webster.com), y abundan los bilingües, como el excelente Oxford-Duden pictorial Spanish and English dictionary.
No hay soluciones semejantes para las cosas musicales, táctiles, gustativas, olfativas. Sería de gran utilidad un devedé que ilustrara musicalmente el significado de muchos términos. Que mostrara, no sólo los instrumentos musicales y sus partes, con sus nombres en diversos idiomas, sino que permitiera escucharlos separadamente y contrastarlos. Que, tocando versiones comparables de un mismo fragmento, permitiera escuchar la diferencia entre una composición escrita en clave de sol o en clave de fa; entre una interpretación lenta o rápida, con mucho o poco pedal, con rubato o sin rubato. Y así también qué es el timbre, la fuga, la tesitura.
Abundan los ejemplos de inteligencia sin palabras en la vida cotidiana:
- Cuando se busca a tientas algo que no se ve, el tacto sabe reconocer, por ejemplo: el apagador de la luz.
- Observando partes de un rompecabezas, no hace falta razonar con palabras para ver dónde van o no van.
- Bastan unos cuantos compases para saber lo que sigue de una pieza musical, aunque no se recuerde el título.
- Frenar oportunamente para no chocar es un acto reflejo, pero inteligente, que no da tiempo para hacer un análisis previo de los actos.
- En el futbol americano, hay jugadas planeadas y explicadas a los participantes, pero también improvisaciones que aciertan sin plan previo y sin palabras.
- Muchos actos heroicos se hacen sin pensar y luego sorprenden al mismo que los hizo.
- La madre entiende lo que quiere un niño que no habla.
- Todavía no se sabe exactamente cómo se reconoce de quién es una cara, y los programas de computación que lo intentan son complicados y requieren grandes bases de datos; a diferencia de una persona que reconoce a otra inmediatamente.
- La misma persona no sabría fácilmente describir esa cara conocida con palabras, ni siquiera apoyándose en los recursos para construir un retrato hablado.
- Tampoco es fácil describir por teléfono un cuadro abstracto.
- Ni explicar a qué sabe un platillo exótico a quien nunca lo ha probado.
Así como se habla de inteligencia artificial y de edificios inteligentes, puede hablarse de inteligencia sin palabras en general, pero conviene distinguir tipos de contacto:
1. Inteligencia puramente física. Sensores fotoeléctricos, piezoeléctricos, químicos, electromagnéticos. Cosas que se entienden entre sí: el agua con el vaso, los clavos con el imán, la veleta con el viento, la llave con la cerradura, la bola con el hueco de la ruleta. Partículas, sustancias o cuerpos que responden a cuerpos o campos cambiando de lugar, de velocidad, de forma, de temperatura, de presión, de voltaje; o resistiendo, disolviéndose, desintegrándose.
2. Inteligencia vegetativa. Adaptaciones automáticas de la vida al medio. Los girasoles siguen la posición del sol a lo largo del día. Las pupilas se dilatan cuando reciben menos luz.
Las defensas salen al encuentro de virus y bacterias, los reconocen y los destruyen.
3. Inteligencia sensorial. Contactos sentidos. Los ojos (los oídos, las manos, la lengua, las narices) reciben estímulos, los retienen (grabando imágenes efímeras o permanentes de la experiencia sensorial), los comparan con imágenes previas que están en la memoria y los interpretan.
El tacto se concentra en las yemas de los dedos, pero toda la piel puede sentir calor o frío, presión o vacío, formas y texturas, piquetes, acidez, quemaduras. El medio interno también puede sentirse: hambre, sed, palpitaciones. Las diferencias y los matices, el placer y el dolor de las sensaciones en este tipo de inteligencia corresponden a un solo sentido que las identifica, las diferencia por contraste y mide su intensidad.
4. Intelección con todo el cuerpo, integrando dos o más sentidos para identificar algo, situarlo en su contexto y resolver problemas del medio externo (por ejemplo, evitar un golpe), interno (por ejemplo, guardar el equilibrio) o ambos (por ejemplo, marchar, bailar o aplaudir con ritmo). Implica interpretaciones y respuestas instantáneas, no reflexivas y esencialmente mudas, aunque pueden incluir gritos, gemidos o interjecciones.
5. Lectura de signos naturales, no simbólicos ni verbales. Presagios de lluvia. Presagios de un desmayo. Sonrisas. Caras de disgusto o de pánico. Señales de inteligencia.
Un entrenador de budismo Zen aconseja (con palabras desconcertantes o con actos inusitados que parecen no venir al caso) salir de la película del fantaseo mental y sus razonamientos, abrir los ojos a la realidad y entender directamente las nubes que avanzan lentamente, los álamos que menea el aire.
No pienses. Mira la eternidad en la que estamos sumergidos.