Una fotografía impactante, sin duda: tres niños pequeños tras una alambrada de espinos. Detrás de ellos, un terreno seco y bastante inhóspito. Sin contexto, esta instantánea podría pertenecer a cualquier zona arrasada por la guerra, de esas en las que los derechos humanos brillan por su ausencia. Pero lo cierto es que se trata de tres niños estadounidenses. Más en concreto, estadounidenses de origen japonés, encerrados en campos de internamiento por el único motivo de tener antepasados o familiares de un país que estaba en guerra con los Estados Unidos de América.
Cuando los japoneses bombardearon Pearl Harbor el 7 de diciembre de 1941, no fueron solo las decenas de miles de heridos y muertos en el ataque los que sufrieron las consecuencias. Los estadounidenses con antepasados japoneses en EE. UU. tuvieron que enfrentarse a una caza de brujas sin precedentes.
El 19 de febrero de 1942, el presidente Franklin D. Roosevelt aprueba la Orden Ejecutiva 9066, que permitiría la deportación de cualquier persona de origen japonés (muchas de ellos nacidas en EE. UU.) que viviera cerca de las denominadas como "áreas militares" de la Costa Oeste (incluyendo California, partes de Arizona, Oregón y Washington), por riesgos percibidos contra la seguridad nacional.
En la práctica, esto se tradujo en que entre 110.000 y 120.000 estadounidenses de origen nipón fueron sacados de sus hogares y reasentados primeramente en "centros de reunión", para ser posteriormente trasladados a "centros de reasentamiento" (o campos de internamiento como eran más comúnmente conocidos), donde pasarían el resto de la Segunda Guerra Mundia l. Las fotos que encontrarás en este artículo muestran a algunos de los internos y las condiciones que tuvieron que soportar. Aunque algunos de los detenidos fotografiados aparecen sonrientes, no podemos asumir que se debiera a ningún nivel de satisfacción con su situación, ya que, como veremos a continuación, no era precisamente fácil ni agradable.
El circuito de Santa Anita, en Arcadia (California), fue reconvertido temporalmente en "centro de recepción" para los deportados estadounidenses con antepasados japoneses, tal y como puede verse en la fotografía anterior.
El mítico George Takei, actor de Star Trek, afirmó que nunca olvidaría el día en el que llegó con su familia al "centro", con su madre en un baño de lágrimas, al ser tratados como poco más que ganado. Comentó en su día que fueron obligados a vivir en barracones sucios parecidos a establos de caballos durante semanas, ya que el campo de internamiento al que serían trasladados en Arkansas no terminaba de construirse.
El tren que aparece en la fotografía en Pasadena aguarda para trasladar a estadounidenses de origen nipón a su campo de internamiento correspondiente en el desierto de Mojave. Las autoridades militares supervisaban la deportación, asegurándose que todo marchaba como debía y que todo el mundo acataba la orden de reasentamiento.
Hatsuye Egami recogíó en su diario lo siguiente: "Desde ayer, nosotros, los japoneses de Pasadena, hemos dejado de ser seres humanos: ya no somos más que números o cosas. Los míos ya no se apellidan Egami, sino 23324. Todas las mochilas y maletas llevan una etiqueta con ese número. ¡Incluso de nuestros pechos cuelgan etiquetas con ese número - 23324! ¡De nuevo mi corazón se ve atormentado por un triste y trágico sentimiento!".
En la foto de arriba podemos ver a una mujer saludando a sus compañeros de infortunio que se encuentran detrás de la alambrada de espinos, en el centro de reunión de Santa Anita. Estos centros, ubicados muchas veces en circuitos de carreras, fueron creados con el fin de "alojar" a los deportados estadounidenses a la espera de terminar de construir campos permanentes en zonas continentales aisladas. La mujer del tren y los demás deportados que la acompañan en el tren iban rumbo a uno de esos campos.
En esta fotografía, vemos a familias enteras apiñadas con las pocas propiedades que se les había permitido transportar. Solían tener una sola semana para empacar todo y tan solo podían llevar utensilios de comida y unas pocas prendas. Los deportados no sabían su destino, ni tampoco la duración de la travesía.
En la instantánea de arriba, podemos ver una cola de estadounidenses de origen nipón en el centro de reunión de Santa Anita, esperando para subir al transporte hacia los campos de internamiento definitivos.
Aunque eran escoltados y organizados por militares, lo cierto es que la inmensa mayoría acataban los dictámenes sin resistencia. Antes del inicio de la deportación, las autoridades religiosas y políticas niponas ya habían sido reunidas y deportadas sin permitírseles informar a sus familias sobre su destino.
En esta última fotografía vemos cómo eran por dentro los barracones del centro de reunión de Salinas (California). Construido sobre un recinto ferial, el centro albergó a 3.600 deportados en todo momento. Obligados a dejar atrás sus casas, los miembros de familias enteras tenían que hacinarse en instalaciones como las de esta fotografía.
Los campos de internamiento (como este de Minidoka, en Idaho) se construían en áreas remotas. Con todo su perímetro rodeado por alambrada de espinos y con patrullas de vigilancia, los campos estaban diseñados para ser autosuficientes, con hospitales y escuelas en sus instalaciones, dado que ningún deportado estaba autorizado a salir en ningún momento. Las condiciones en el campo eran bastante malas y a menudo se declaraban epidemias de disentería y fiebre tifoidea.
Aunque, en cierto sentido, su propio país les había traicionado, los deportados miembros de los Boy Scouts y de la Liga de América siguieron celebrando el Día de los Caídos, tal y como podemos ver en la fotografía de arriba. Los estadounidenses de origen japonés tenían un largo historial de participación en el ejército de EE. UU., hasta la Segunda Guerra Mundial.
Surrealista resulta por ejemplo el caso del soldado Sadao Munemori, que recibió la Medalla de Honor póstuma en 1945 por sus servicios, la más alta condecoración que un militar podía recibir. Pues bien, la noticia se le comunicó a su madre en el campo de Manzanar, donde estaba retenida.
I am an American (Soy Americano) reza el letrero colocado en esta tienda propiedad de un estadounidense de origen nipón, tan solo un día después del ataque sorpresa de Pearl Harbor. De poco le sirvió su rápida reacción.
Tras la orden de deportación, la tienda fue cerrada y su propietario, al igual que miles de conciudadanos, fue a parar a un campo de internamiento. Muchos deportados se vieron obligados a malvender rápidamente sus casas y negocios, sufriendo como consecuencia cuantiosas pérdidas económicas.
En 1943, los internos de los campos mayores de 17 años eran obligados a realizar juramentos de lealtad a los Estados Unidos. Tal juramento exigía la renuncia expresa a "guardarle fidelidad" al emperador. No fueron pocos los deportados que se cuestionaban cómo podrían abjurar cuando en ningún momento le habían prometido fidelidad a Hiro Hito.
Resultaba muy irónico tener que jurar fidelidad con la mano en el pecho mirando a la bandera nacional de un país que les tenía recluidos bajo estricto control militar.
La prensa californiana (en la foto puede leerse el titular entre exclamaciones de "¡Expulsión de todos los japos de California!") anunció la deportación de todas las personas con antepasados japoneses residentes en California. Para algunos no era más que una jugada populista, dado que el sentimiento antijaponés tras Pearl Harbor y la guerra en el Pacífico era muy grande.
Los Angeles Times llegó a publicar que una víbora era una víbora, sin importar donde se abriese el huevo y que, por consiguiente, un estadounidense de origen japonés, nacido de padres japoneses, se convertiría en un japonés y no en un estadounidense. Afirmaba también que, por lo tanto, aunque pudiera resultar injusto un trato preventivo radical, era lo que debería hacerse mientras se estuviese en guerra con su "raza".
En los campos de internamiento y en los centros de reunión, como en Santa Anita, se procedía a la vacunación de los recién llegados para tratar de minimizar los brotes de viruela y fiebre tifoidea. Pese a ello, no fueron pocos los internos que sufrieron problemas de salud como resultado de su deportación.
Algunos incluso llegaron a morir por las malas condiciones sanitarias. Hay que decir que hasta 25 personas llegaron a hacinarse en espacios diseñados para tan solo 4. Si a eso se le suman, por ejemplo, factores como los climas extremos propios de las zonas de los campos de internamiento, no resulta difícil imaginarse los problemas de salud derivados de tales condiciones.
Más de la mitad de los internos de los campos de reasentamiento, como podemos ver en esta instantánea de Heart Mountain, eran niños. Víctimas, como siempre, inocentes de los conflictos de los mayores.
Incluso antes de Pearl Harbor, en las regiones más agrícolas, el sentimiento antinipón era visible (y muchos granjeros blancos estaban encantados con que sus competidores fueran relegados a los campos de internamiento). La animadversión hacia los japoneses no hizo más que crecer tras el ataque sorpresa sobre la base estadounidense de Pearl Harbor.
En esta foto, vemos a un granjero cabizbajo (con un pin con la bandera americana en su chaqueta) a la espera del registro en la oficina de deportación. Muchos de estos granjeros ancianos habían vivido en Estados Unidos desde hacía ya más de 50 años.
Debido a las deportaciones, fueron muchos los estadounidenses de origen japonés que o bien perdieron sus granjas o (en el caso de muchos inmigrantes mayores no propietarios) sus derechos de trabajar tierras arrendadas a terceros. No se hicieron excepciones en materia de edad: jóvenes y ancianos fueron deportados por igual.
La fotografía de aquí arriba fue tomada durante la temporada de lluvias en el centro de reasentamiento de Arkansas. El mal tiempo tan solo era una de las penurias que tenían que soportar los internos (calor y polvo en el desierto o frío extremo en los inviernos de las montañas).
El campo de Jerome fue construido en el medio de una ciénaga, así que no resultaron muy sorprendentes los casos de malaria, en un entorno ideal de barro y humedad.
El campo de Jerome tuvo también la dudosa reputación de ser la única instalación en la que los internos fueron atacados por civiles locales.
En uno de los incidentes, un granjero disparó a dos internos que estaban trabajando, porque pensó que estaban escapando. En otro incidente, un soldado estadounidense de origen nipón fue abatido mientras visitaba a familiares en el campo. En otra ocasión, un vigilante disparó e hirió a tres niños porque le habían tirado piedras.
Aquí podemos ver la construcción de un campo de internamiento en unas tierras que pertenecían a una reserva india en Colorado. El consejo nativoamericano se opuso al campo, ya que no querían formar parte de ningún plan que implicase recrear los patrones negativos que habían padecido antaño en sus propias pieles. No obstante, tuvieron que acatar los mandatos provenientes de las jerarquías superiores.
En la mayoría de los casos, los barracones se construían a toda velocidad, basándose en diseños militares básicos, con pocos espacios para la privacidad o la comodidad de las familias internadas.
Esta foto fue sacada en una escuela de San Francisco muy poco antes del inicio de las deportaciones masivas de estadounidenses de origen nipón. Fotos como estas documentan el patriotismo y la inocencia de los más pequeños.
En esta instantánea podemos ver a varios deportados subiéndose al tren con sus pocas propiedades, rumbo al campo de internamiento de Manzanar. El propio Harold Icke, Secretario de Interior, llego a reconocer que bajo el nombre de "centros de reasentamiento" se escondían realmente verdaderos campos de concentración.
Si analizamos una foto como esta de aquí arriba, podemos comprobar cuán alejados estaban los campos de internamiento de estadounidenses de origen japonés del resto de poblaciones.
Niños, bebés, ancianos, veteranos de la Primera Guerra Mundial, discapacitados psíquicos, huérfanos, etc., todos tuvieron que acatar la orden de deportación de 1942, sin excepciones.
Incluso los niños japoneses adoptados por familias de blancos norteamericanos fueron trasladados a los campos. Una vez en ellos, los internos tenían que vivir casi siempre en una práctica ausencia de intimidad (véase la foto superior en la que cada espacio familiar queda separado solo por una simple sábana). El estrés sufrido por cada familia tuvo que haber sido muy considerable.
Los efectos de esta deportación e internamiento forzosos no terminaron con el cierre del último campo en 1946. Los traumas psicológicos y fisiológicos (ansiedad, problemas cardiovasculares, etc.) fueron comunes entre los antiguos deportados, especialmente entre los más jóvenes, que contaban con menos recursos para soportar su inesperada situación.
En 1988, el gobierno estadounidense de Ronald Reagan redactó una disculpa formal por el internamiento de estadounidenses de origen japonés durante la Segunda Guerra Mundial.
Se concedieron reparaciones compensatorias a antiguos internos y herederos por valor de 1.600 millones de dólares (20.000 dólares por deportado), para tratar de subsanar el daño causado basado en "prejuicios raciales, histeria bélica y fracaso del liderazgo político".