Revista Opinión
Hasta no hace mucho, gran parte de la memoria familiar se almacenaba en álbumes fotográficos, cartas u objetos personales. Teníamos conocimiento y recuerdo de lo sucedido durante aquellos años gracias a material tangible desde el que poder reconstruir nuestra historia personal o la de aquellos a los que amamos. Una carta podía revelar detalles del pasado que deconstruyeran el relato que hasta ahora habíamos construido en torno a una persona. La memoria familiar se asentaba sobre recuerdos depositados débilmente en nuestra memoria, que un objeto o una foto se encargaban de reavivar o traer por primera vez al presente. A otros -una conversación privada, una llamada de teléfono- se los llevará el tiempo.
Hoy ya casi no escribimos cartas postales y las fotos que hacemos acaban en su mayoría en un pendrive, en el disco duro de nuestro ordenador o compartidas en una red social. Casi toda la estela que dejó el pasado se acumula en el espacio abstracto, intangible, del universo digital. En unas décadas, quizá ya mismo, algunas personas puedan rastrear la memoria de sus seres queridos o la suya propia, buceando en los rastros que dejó en la red. Fotos, conversaciones, emails, artículos, blogs, se convierten en un extenso archivo que documenta su pasado. A través de ellos se revelan los gustos, intereses, aficiones, cabreos, ilusiones, ideas y emociones que por aquel entonces diseñaban su mapa vital. Casi toda la vida pretérita del ciudadano contemporáneo queda impresa en bits de memoria dispersos por la tupida red digital. Quizá con los años, las décadas o tras un largo siglo, nuestros tataranietos puedan rastrear la memoria vital de sus ancestros, ver y leer a través de la red los gozos y las sombras que atravesaron su existencia.
Con los años, la red no solo podrá llegar a ser una gran biblioteca universal de nuestra cultura colectiva, compuesta de libros fotos y vídeos públicos, sino también un álbum extenso de nuestra propia memoria personal. Los universitarios podrán hacer sus tesis acerca de un escritor o cualquier otro egregio personaje, recabando información esencialmente a través de su rastro digital. Los objetos físicos del mundo analógico serán minoría comparado con la riqueza de datos que almacenará la red. Por eso, Internet debería ser considerado un bien protegido, un patrimonio universal de la Humanidad, una biblioteca de la memoria personal y colectiva. La Red no es solo un espacio en donde hacer negocios o una feria de entretenimiento; a través de su ancha autopista navega la historia de millones de usuarios: emails escritos a alguien a quien ya nunca volveremos a ver, poemas de juventud, diarios íntimos compartidos, opiniones y críticas acerca del presente, fotos que olvidaremos y que el tiempo enriquece... Sería una terrible pérdida que todo ello fuera borrado, a no ser que sus autores así lo deseen.
Últimamente se habla mucho de proteger los negocios en la Red, de permitir que las empresas hagan caja a través de Internet. Sin embargo, a largo plazo la defensa de la Red como biblioteca universal será un objetivo más urgente y beneficioso para las generaciones venideras. Proteger la privacidad de los datos personales, así como de aquellos otros que tienen carácter público, pero fueron creados por usuarios privados, será una tarea primordial para los gobiernos y las leyes internacionales, tan importante como lo es comenzar a construir a través de la Red una biblioteca pública de documentos audiovisuales y escritos, de libre acceso a cualquier ciudadano del mundo. Tareas como éstas no suponen un beneficio económico para los países que las promuevan, pero en el futuro supondrá la construcción de nuestra memoria colectiva, a disposición de todo el mundo y sin las injerencias de poderes privados. Ya hay numerosas universidades que están comenzando a almacenar, clasificar y estudiar archivos antropológicos en formato digital, para que puedan convertirse con el tiempo en parte de nuestro patrimonio.
Algunos de los que hoy defendemos una Red libre lo hacemos no para mantener el privilegio de descargar películas o música de manera gratuita, sino para preservar el patrimonio histórico que ya empieza a suponer Internet, contra aquellos que pretenden convertirlo tan solo en un centro comercial. Es misión exclusiva de los gobiernos proteger este patrimonio, haciéndolo compatible con un modelo de negocio sostenible. Las obras escritas y audiovisuales deben pasar en poco tiempo -70 años es un exceso absurdo- a ser patrimonio universal. Cualquier usuario debería poder disponer de -pongamos como ejemplo- la película La red social, de David Fincher, o el último libro de Vargas Llosa, unos años después de su difusión industrial previo pago. Esto demostraría la intención de los gobiernos de no convertir la cultura en un negocio eterno y la propiedad intelectual en un impedimento para conseguir un acceso universal y gratuito a la cultura. Además, esto no impediría que las empresas pudieran distribuir estos contenidos en un formato y una calidad atractivos para aquellos ciudadanos que estén interesados en adquirirlos, independientemente del contenido gratuito que ya se ofreciera a través de la Red.
Igualmente es un reto urgente proteger los datos que los ciudadanos cuelgan de manera altruista, como medio de comunicación y difusión de ideas en la Red, impidiendo que las empresas puedan utilizarlos para sus intereses privados, sin permiso de sus autores. Textos, vídeos, imágenes y demás contenidos digitales deben ser privados, en el caso de que así lo determinen sus autores, o patrimonio cultural, accesible de manera gratuita para todo usuario. Al igual que muchas empresas de ocio y entretenimiento se quejan de que están siendo robadas a través de las descargas indiscriminadas, es legítimo que los internautas protejan aquellos contenidos de acceso público y compartido que cuelgan en la red, sin que las empresas hagan uso y negocio a través de ellos.
Los gobiernos a menudo hablan de la Red como un espacio emergente para crecimiento económico, obviando el potencial cultural, ajeno al interés crematístico, que ésta produce a diario. La protección de este patrimonio debiera ser un objetivo tan prioritario como lo es producir riqueza económica. De lo contrario, como el Esaú bíblico, estaríamos vendiendo nuestra primogenitura por un plato de lentejas.Ramón Besonías Román