El pasado día 3 de marzo, invitado por Joachim Rücker, Presidente del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, participé como profesor de Ciencias Políticas en el Panel de Alto Nivel sobre fortalecimiento de la cooperación internacional en el ámbito de los derechos humanos. Muchas preguntas flotaban bajo la cúpula de Naciones Unidas en Ginebra decorada por Barceló. ¿Pueden hablar en nombre de los derechos humanos quienes invaden países para apropiarse de sus riquezas? ¿Y quienes condenan a sus propios pueblos a la miseria, la enfermedad y la ignorancia con políticas de ajuste? ¿Y países que niegan a la población de otros estados su derecho a elegir gobiernos que quieran apostar por el crecimiento saliendo del círculo vicioso de la austeridad y el endeudamiento?
En mi intervención me pregunté acerca de la validez universal de los derechos humanos en un mundo donde opera una clara doble vara de medir. Aún más cuando los países que definen estos derechos desde el “norte global” son los países que sistemáticamente los violan tanto dentro de sus fronteras (fomentando las desigualdades con políticas de ajuste) como fuera de las mismas (a través de formas de neocolonialismo o neoimperialismo).
Siguiendo el análisis de Boaventura de Sousa Santos, propuse complementar la definición de los derechos humanos desde otras propuestas que también pretenden contribuir a articular una idea amplia de la dignidad humana. Situándome en un “optimismo trágico” (en expresión de Juan José Tamayo), procuré alejarme de algunas intervenciones en exceso optimistas que no se compadecen con un mundo -en el cual el modelo capitalista es hegemónico- donde dos tercios de la humanidad son innecesarios al no ser relevantes ni como productores ni como consumidores.
Finalmente propuse una serie de retos que, de ser superados con éxito, permitirán que la aplicación de los derechos humanos sirva superar los obstáculos que construyen actualmente el “caos mundial”. La complementariedad, en ese escenario -y tal y como se está intentando con la cooperación sur-sur- estará por encima de la competitividad -el modelo que prima en Europa-. La cooperación en derechos humanos, lejos de ser una excusa para que unos países ejerzan privilegios sobre otros, podrá actuar entonces como una base de convivencia planetaria tanto para todos los seres humanos como para las generaciones futuras e, incluso, para la naturaleza (una herencia que los hijos dejan a los padres, como dice la sabiduría indígena).
Sólo desde una comprensión humilde de los derechos humanos -que abra las fuentes de definición de la dignidad humana a ámbitos como la filosofía, las teologías progresistas y las concepciones del mundo que el modelo neoliberal ha dado por muertas- y que sitúen a las causas de las desigualdades en el corazón del problema, será posible su verdadera universalidad. Superarlas no será una mera tarea de los Estados, sino que formas de participación democrática popular deben acudir en su reformulación. Será precisamente lejos de la arrogancia de las definiciones oficiales que podremos acudir a una verdadera condición de los derechos humanos que trabaje para ampliar y profundizar en la dignidad humana.