Las patitas del robot de servidumbre asomaban por el lateral del mueble tras el que estaba colocado. Desactivado, la luz roja de recarga de batería le delataba en la completa oscuridad de la estancia. La ausencia total de ruido y movimiento acentuaban más su pasiva presencia. Su poseedora, tumbada en la cama lo observaba. Verle así, inerte, desvalido, como un niño pequeño mientras duerme, le producía al tiempo pensamientos de rechazo y sentimientos de afecto.
Solo es un robot, un aparato electromecánico. Pensó en silencio.
Si… pero son mis piernas, dijo en voz alta.
Y el resto de ella misma también se puso en modo descanso.
Texto: Marta Fernández Pantiga