Revista Diario
Hace ya años, en la única vez en la que hemos hablado cara a cara, Emilienko me preguntó si no me daba vergüenza desnudar mi intimidad de la manera en la que lo hacía en el blog. Yo me quedé mirándolo con cara de latín porque hasta ese momento me había sentido vestida, casi monjil, en mis posts. Y creo que le respondí atónita algo así como "No, yo solamente cuento lo que quiero contar. No me desnudo". O eso creía yo. Hasta hoy. Cuando una es madre de familia y se va de vacaciones con su santo y sus retoños quince días, tiene que asumir que es algo así como Durga la invencible y que la cantidad de manos que debe tener es similar a la de la diosa hindú. Una para la bolsa de la merienda (que también lleva la cena por si el avión se retrasa), otra para tu propio bolso (donde llevas el ordenador en un intento vano de trabajar algo en vacaciones, ilusa de ti), otra para el bolso de Susanita (donde lleva su libro de Ana de las Tejas Verdes con varias pastillas de goma pegadas a la contraportada que se han hecho amigas de todas las pelusas del interior, un collar de ositos y una figurita de porcelana de los chinos con purpurina), otra para el bolso del Terro (con un avión de lego, que se deshace en cuanto lo tocas, un comic de Mortadelo, un paquete de chicles vacío y 40 céntimos en monedas de un céntimo) y otra, finalmente, para una de las dos maletas que llevas con la ropa de verano. A eso tienes que añadir las porquerías varias - tipo revista-del-avión-porfavor-mamá-porfavor - que van recogiendo tus enanos por el camino. Entenderéis que cuando una llega a las doce de la noche a su destino, cargada como los camellos de los Reyes Magos, no piensa en otra cosa que no sea una cama y roncar a pierna suelta. Pero, a la mañana siguiente, la vida se ve de otra manera. Te levantas después de un sueño reparador y decides darte una ducha maravillosa, dejando que el agua caliente se deslice por tu espalda. Sales roja como los cangrejos y empiezas a buscar tu ropa interior por la habitación para bajar a comprar el pan. Y entonces una duda se cuela en tu subconsciente. Empiezas a contar: una mano para mi bolso, otra para el de Susanita, otra para el del Terro, otra para la bolsa de la comida, otra para la maleta de los niños...¿Dónde cuernos está tu maleta? Ay, ay, ay. En pelota picada, cruzas el pasillo mientras la duda se va convirtiendo en terrible certeza y asomas la cabeza por la rendija de la puerta para comprobar que, efectivamente, anoche tus manos no fueron suficientes y enfrente de la puerta del vecino está tu preciosa maleta con toda tu ropa (incluida tu ropa interior) y que - con los ronquidos de fondo de los demás miembros de tu familia - no te queda más remedio que esprintar hasta su puerta, rogando que no se le ocurra abrir en ese momento y se dé cuenta de que esta vez sí que te has desnudado en el blog.