Revista Cultura y Ocio

Intolerantes – @_vybra

Por De Krakens Y Sirenas @krakensysirenas

Necesitaba dinero. Esa es la única razón por la que vencí el pudor y me decidí a arrancar el número de teléfono de ese anuncio en el tablón de la facultad:

Se necesita modelo para prácticas de arte. Condiciones indispensables: morena, cabello largo, más de metro setenta, complexión delgada y ojos grandes. Remunerado.

Temblando, insegura aún, marqué aquel teléfono y su voz me impactó nada más escucharla al otro lado, ya que era de esas voces que te abrigan cuando ni siquiera estás desnuda o tienes frío.

No me dijo su nombre, creo, porque apenas prestaba atención a lo que decía, pero sí a la entonación con la que hablaba. A duras penas pude apuntar su dirección en mi mano izquierda, y la hora de la cita, y colgué el teléfono pensado que debí parecerle idiota, seguro, ya que las únicas palabras que salieron de mi boca fueron un escueto “Allí estaré” para colgar a toda prisa como si fuese una niña traviesa que acababa de hacer una fechoría.

Su estudio estaba situado en el barrio del Borne de Barcelona y, mientras esperaba que abriese la puerta, me recordé a mí misma caminando frente a su puerta en varias ocasiones sin saber, todavía, que allí deliraba un poeta que usaba las brochas como pluma, la pintura como tinta y el lienzo era el papiro sobre el que declamar música sin notas.

Al abrir, sus ojos de lobo me dieron la bienvenida y le seguí, por instinto, al interior del estudio donde el café, para dos, humeaba aún caliente sobre la mesa en la que pactamos las condiciones de nuestro recién firmado contrato.
Empezamos a trabajar de inmediato y lo primero en ser retratado fueron mis manos. Mientras él dibujaba, yo me aprendía sus manías y, sesión tras sesión, me acostumbré a que Mozart sonara a media voz, las ventanas estuvieran abiertas incluso en invierno o que todos los pinceles, los que usaba y los que no, sumasen nueve. Olivier siempre vestía de rojo, decía que le inspiraba, e iba descalzo porque adoraba que el frío de sus pies contrarrestara el calor de su alma.
Café solo en vaso de cristal, siempre empezábamos a las 17, mi pelo siempre suelto y de la paleta de colores siempre descartado el gris… Esas no eran sus únicas manías, qué va, pero la lista es tan larga que tardaría una canción en enumerarlas.

Adoraba posar para él, pero mucho más aún aprenderme uno a uno los matices de su rostro al pintarme. Gracias a ellos, sin palabras, sabía exactamente si estaba contento con lo que veía en su lienzo o si, por el contrario, la sesión se alargaría hasta quedar satisfecho.

Olivier al principio no hablaba, aunque nunca lo había prohibido en su listado de condiciones imprescindibles de nuestro acuerdo, y tras romper mi silencio entendí que él no lo había hecho antes por timidez o respeto. Cosas de genios.
Tras mi primera pregunta, nuestras lenguas se desataron y cuando ya conocíamos nuestros gustos culinarios nos aventuramos al cine, la literatura, la infancia y, un poco más tarde, nuestros sueños.

Al decimonoveno cuadro, lo entendí. Le amaba.

Ni siquiera era consciente del momento exacto en el que sus ojos de lobo aparecían en todas mis fantasías ni cuándo empecé a ponerle el mismo interés en vestirme para seducirle como en desnudarme lentamente frente a él. Tampoco recuerdo desde qué sesión el tiempo empezó a desaparecer o cuándo me acostumbré a comprar el complemento perfecto para acompañar su café.

Desde ese primer día, ya habían pasado siete meses cuando, como cada miércoles, esperaba frente a su puerta mientras la lluvia no dejaba de caer sobre mi cuerpo y deseaba encontrarme con sus ojos de nuevo.
Abrió. Sus ojos de lobo me dieron la bienvenida y, antes de darme cuenta, mis labios se posaron en los suyos con la demencia propia de quien ha perdido la cordura y la vergüenza. Tras mi beso, el huracán de la pasión hizo el resto y nuestras manos siguieron a nuestras bocas, desvistiendo prenda a prenda nuestros cuerpos. Nos movíamos por el estudio, cegados por el deseo, sin ser conscientes de que los pinceles caían al suelo y la pintura sobre nuestros cuerpos, creando para nosotros colores nuevos. Mozart sonaba, la lluvia mojaba las cortinas mecidas por el viento y el café se enfriaba sobre la mesa, siendo testigos, todos ellos, de la danza de nuestros cuerpos desnudos sobre el lienzo. Nos dormimos, oliendo a pintura y sexo, y al despertar nuestros ojos se prometieron la eternidad compartida y, como dos locos románticos empedernidos, pusimos, día a día, toda nuestra alma en conseguirlo.

Es curioso cómo cambia la vida. Hoy le miro, veintitrés años después, y me siguen enamorando sus ojos de lobo, que aún me hechizan más al estar rodeados de arrugas. Esta ciudad es maravillosa, Nueva York, y con paso decidido nos dirigimos con nuestros dedos entrelazados a la galería de arte donde Olivier ha decidido exponer, por primera vez, los cuadros de nuestra primera tormenta de amor.

Cuando llegamos, los saludos acompañan a los halagos ante cada paisaje o retrato que Olivier ha pintado y nosotros sonreímos, siendo los únicos conscientes de que, tras los canapés, recordaremos el pasado y ahora, con una copa de Moët & Chandon en la mano de todos los invitados, las luces de la sala privada se encienden para, ante sus ojos, descubrir unos lienzos en los que mis senos rojos destacan por encima del resto de colores de mi figura, mis nalgas violetas parecen cobrar vida, mi cabello amarillo se mezcla con el azul de mi espalda o el cuerpo tumbado de Olivier parece estar rodeado por mis manos y rodillas.

De repente, y durante solo un segundo, un silencio incómodo seguido de un murmullo creciente. Lo que para nosotros parecía música, estaba convirtiéndose en ruido para todos estos extraños que parecen no sentirse a gusto con lo que ven. Les observo, intentado entender qué sucede, hasta darme cuenta de que sus rostros ruborizados y el brillo de sus ojos no corresponden a lo que sus bocas, a media voz, decían.

Atónita, enmudezco, me aferro a la mano de Olivier y sonrío porque no hay quienes me parezcan más intolerantes que aquellos que critican de palabra lo que su espíritu envidia no haber vivido.

El acto termina y nosotros, de la mano y satisfechos, nos dirigimos a descansar al hotel recordando ese día de lluvia en el que dimos rienda suelta a nuestros sentidos. Al llegar, un mensaje de nuestro agente nos deja sorprendidos.

Enhorabuena, todos los cuadros vendidos. Descansad.

Y, sonriendo, desnudamos nuestros cuerpos para brindar con sexo por tanta hipocresía.

Visita el perfil de @_vybra


Volver a la Portada de Logo Paperblog