Hace cuatro años y un par de meses que descubrí que estaba embarazada. Y, ya lo conté aquí, me dio el pánico.
Lo que quizá no conté, y que cuenta mucho mejor que yo Rachel Cusk al principio de Despojos, es cómo mi maternidad me convirtió no tanto en mi madre como en mi padre.
Yo, eterna manirrota, empecé a obsesionarme con el trabajo, con los ahorros. A temer constantemente que las cosas dejaran de salir bien.
Por qué no me iba a ir bien. Tengo cotizados una cantidad de años completamente fuera de la media para la gente de mi edad (que empalmó becas no cotizadas con trabajos en negro, a media jornada y otras tantas lindezas). Hace casi diez años que soy autónoma, con un par de incursiones en la cuentajenalidad, y siempre he tenido clientela. De hecho, lo que no he tenido, a menudo, ha sido tiempo. ¿Por qué no me iba a ir bien?
Pero como cuando una bombilla empieza a fallar y te empeñas en no cambiarla, de cuando en cuando la luz chisporroteaba y amenazaba con apagarse. «Y si deja de ir bien. Qué garantía hay de que vaya bien.»
En 2018 hubo tres grandes cambios. Nos cambiamos de piso. Llegó Monete. Terminé la carrera. Y cada uno de esos hitos tiraba de mí en direcciones opuestas. El piso me gritaba que facturase más. Monete, que trabajase menos. Mi vocación, que trabajase distinto.
Después de una baja de seis semanas me reincorporé a mi actividad laboral, y eso tampoco ayudó, la verdad. Sigo achacando a aquella decisión gran parte de la depresión que vino después. Ganar más, trabajar menos, hacerlo distinto. No se podía. Todo a la vez, no se podía.
Cuando Monete empezó a ir a la escuela infantil vi algo de luz. Me senté y me puse a escribir. Por primera vez en una década, la tesis empezó a avanzar; y a buen ritmo. Pero la tesis era una cuarta dirección. Y los caballos amenazaban con descuartizarme.
Así y todo, la ilusión es una coraza poderosa. Creí que podría. Y en cierto modo, pude. Lástima que la escolarización durase un periodo de adaptación y pico antes de que llegara el confinamiento.
Creo que a veces se nos olvida el confinamiento porque no es agradable pensar que pudimos con aquello. Que estuviéramos encerrados todas aquellas semanas «y no pasase nada» (el mundo no se derrumbara del todo, al menos como sistema) me resulta tan chocante que no sé qué hacer con esa idea.
Sí que tengo claro que pasaron cosas. Por dentro de casa, por dentro de la cabeza. Y todas esas cosas me llevaban a la misma dirección: no podía seguir espoleando a los caballos. De alguna manera tenía que conseguir que trabajaran en equipo.
Una de las vías era reducir el número de fuerzas opuestas. Eliminar un factor. Eliminar aquel piso. Me encontré diciendo «lo único que temo más que tener una hipoteca es no tenerla», y uno de mis grandes miedos durante la pandemia cobró forma. No era consciente de cuánto he temido no ser capaz de garantizar el techo sobre la cabeza de mi hijo.
Para llegar hasta esta nueva Villa Monete han tenido que pasar otras cuantas cosas. Y los caballos, a veces, no solo tiraban de mí: también me han pasado por encima. Pero incluso con los órganos hechos puré y la sospecha de una hemorragia interna, me levanté y llegué hasta aquí.
Tenemos casa. Y como en todas las casas que he vivido, la llegada no ha sido fácil. No está siendo fácil. Te encuentras con que tu nuevo utensilio imprescindible es un buscapolos junto a la bañera para asegurarte de que no vas a morir electrocutada y te sientes estúpida porque en qué mundo arriesgarse a la electrocución es una forma de seguridad.
Pero el caso es que lo es. Que ya hemos resuelto uno de tres. Que ya no hay que facturar más. Que ya se puede pensar en trabajar menos y hacerlo distinto.
Sigo machacándome con no haber sido capaz de dar el giro a mi carrera con el que soñaba cuando nació mi hijo. Pero es que a veces necesito que alguien me dé un golpecito y me señale el camino recorrido. Y desde que nació mi hijo hasta ahora he terminado tres másters y empezado un cuarto, y es que hay que preparar la tierra antes de sembrar, y regar para que dé frutos.
No sé si en algún momento llegaré a recoger esta cosecha. Porque arar, plantar y regar no garantizan nada, tampoco. Bajo al jardín comunitario a comprobar el estado de las plantas después de esta semana de caos entre bambalinas mientras representamos la función de que la vida sigue, y lo hago pensando que voy a encontrar cadáveres.
Pero me encuentro con mis tomates, con mis mandarinas. Oigo al otro lado del patio ladrar a los perros. Y me conmuevo porque, ¿sabéis? Quizá lo que venga ahora no sea fácil, pero al menos no será lo mismo. Y se trataba de eso. De momento.
Hay mucho camino que recorrer desde este nuevo punto de partida, desde luego. Pero qué menos que tomar asiento, respirar hondo, y reconocer que este dolor que se nota en el cuerpo no es más que el reflejo del esfuerzo que ya se ha hecho. Del camino andado. Que ha sido largo.