Revista Cultura y Ocio

Invasión (2)

Por Julio Alejandre @JAC_alejandre

El hombre que repartió las tortillas tenía dos galones triangulares en la manga. Después de repartirlas y comerlas tranquilamente, por primera vez reparó en la familia y se acercó a ella. Se dirigió a la madre y las preguntas no se hicieron esperar, ásperas y peligrosas: que si dónde está su marido, que si su marido es un revoltoso, que si ustedes también lo son, que si las tortillas para quiénes eran, que si dónde guardan las armas.
Los labios de la mujer se movieron para formar unas frases, en voz baja y neutra, pero con una firmeza que la sorprendió a ella misma.
–Mi marido no está, salió a traer unas reses y no volverá en dos días.
El hombre de los dos galones no se conformó con la respuesta; al contrario, la impasibilidad de la mujer despertó su ira, sabiamente alimentada durante meses y años de especializada instrucción.
– Sabemos bien que tu marido anda por ahí, encharralado en la montaña -le dijo-, y si regresa lo vamos a agarrar y la va a pagar bien pagada. Y si no, la van a pagar ustedes.
Y desenfundó de su cintura un enorme yatagán que clavó varias veces sobre la mesa de madera basta, pulimentada por el uso, donde hacía apenas una hora había estado comiendo la familia.
– Este cuchillo ha comido carne guerrillera –continuó-, le ha gustado y está hambriento de más. Igual le da que sea de hombre o de mujer, y si es de niño mejor, que estará más tiernecita.
Alzó el yatagán y se lo acercó, moviéndolo con parsimonia delate de la mujer y de los hijos, cuyos ojos observaban con ese asombro con que sólo es capaz de mirar un niño, como ante la primera tormenta, el primer camión, el primer caballo, con caras que eran todo ojos, con cuerpos que eran todo mirada.
– Vamos a registrar la casa, doña, para ver qué escondés en ella, porque vos sos una guerrillera y en estos tus chigüines está sembrada la semilla de la subversión.
Y varios soldados cruzaron la abierta puerta de la casa, precedidos por el hombre de los galones, sin que mediara invitación alguna a entrar en la vivienda, como es preceptivo, como enseñan las más básicas normas de convivencia y educación, y seriaron en los escasos estantes que había dentro, en el tapexco, en los dos armarios llenos de trastes de cocina, de ropa, de pan dulce, de azúcar, de las cuatro fotos familiares que tenían; rebuscaron entre los sacos de grano, que apuñalaron sin consideración, entre los aperos de labranza y las garrafas de herbicida y salieron nuevamente para preguntar a la mujer, que seguía en el mismo puesto, al lado de sus hijos, dónde guardaban las armas, dónde la propaganda.
– Deje de molestarlos -le reprendió otro soldado que tenía tres galones en el brazo y una mirada más amable-, no ve que están cagados del miedo; ya ha seriado la casa a su gusto y no ha encontrado nada, ¿va?.
Sólo entonces la mujer rompió la inmovilidad que había mantenido desde que apareciera la tropa, abarcó a sus cuatro hijos presentes con la extensión de sus brazos y los empujó hacia dentro, pero ella se quedó en el vano de la puerta, observando el movimiento de la tropa. Es una mujer ni vieja ni joven, estancada en esa edad sin tiempo entre la juventud y la vejez, el rostro surcado por algunas arrugas profundas, el pelo ajado por el sol y los jabones cáusticos, recogido en una larga y gruesa trenza que le llega hasta la cadera, los pies encallecidos y descalzos. Lleva unos pendientes diminutos en las orejas y un sencillo vestido de color azul de tela desgastada que necesitaba un fustán por debajo para no transparentar unas formas firmes y unos pechos caídos de amamantar a seis hijos, un vestido que había cortado y cosido ella misma en la vieja máquina de pedal; y por encima del vestido lleva un mandil blanco bordado con flores de vivo colorido.
Apostada en el hueco de la puerta, vio que los soldados habían levantado pequeñas tiendas de lona debajo de los árboles, en lugares que casi no se veían, que habían tomado posiciones detrás de la valla, que tenían prestas las armas, que dominaban el camino que llevaba al centro del caserío y que también se habían apostado detrás de la casa, controlando la vereda que venía desde el cerro, que habían hecho un parapeto en el corredor con los sacos de grano que les quedaban, para uso doméstico. Le pareció vislumbrar movimientos de tropa en los filos, así como se mueve el zacate cuando lo sacude el norte; escuchó los ecos de disparos lejanos, que el aire traía, y le parecieron descargados de toda amenaza, como de mentira; vio columnas de humo negro por el rumbo de los otros valles, casi desvaídas por la calima. Mirando hacia el horizonte de picachos azules, proyectando a través de los ojos toda su voluntad y su esperanza, quiso enviar un mensaje silencioso a los suyos: que no bajaran, Diosito, hoy no, que me los van a matar; quiso convencerse de que ya lo sabían, que habían visto venir a las tropas, que estaban alerta; quiso convencerse de que así sería y acopiar fuerza para hacer frente a las horas por venir, las horas más largas.


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