Revista Cultura y Ocio
Tardó en llegar; pero esta mañana, por fin, al apartar las cortinas me topé con la lenta danza de los copos cayendo tras la ventana. Era este un invierno extraño: días despejados, primaverales mañanas, tardes caldeadas por el sol de poniente que invitaba a un paseo ligero de ropa por el campo... Noches frías, eso sí; pero soportables y con la luna brillando como una moneda de plata en el cielo (¿Cómo serán las metáforas a la luminosa luna llena a partir de estos tiempos tan tecnológicos: "luna de led azul"?). Llegamos a la casa familiar en Nochebuena con los pies calientes como si el trayecto se tratara de un amable paseo otoñal, celebramos la Nochevieja tirando petardos sin que se nos helaran las manos como ocurría en años anteriores en los que apenas podíamos rascar el mechero por tener los dedos ateridos.
Pero ha llegado. El invierno blanco se asoma a las calles. Llega con un frío tolerable, como una caricia en las mejillas de un viejo amable. Lo esperaba impaciente. Tenía nostalgia de su soplo helado y su regalo de estrellas diminutas desplomadas en el suelo en número incontable formando una vía láctea espesa y blanca que alfombraba nuestros pasos. Llevaba mucho tiempo calzando las botas de siete leguas para recorrer con mi imaginación soñados paisajes nevados. Ahora podré desempolvar mis botas impermeables, sentir el crujido de la nieve en mi mano para hacer una bola helada que lanzaré como un chiquillo, hacer muñecos arrastrando blancas bolas por el suelo, buscar palos, zanahorias, ropa vieja para hacer el monigote helado a la puerta de mi casa
Llegó el momento de recorrer el campo, pisar ese suelo que cede levemente, avanzar con paso alto entre las pequeñas dunas heladas hacia la campiña, con su suelo virgen aún no hollado más que por las diminutas pisadas de los pájaros o las livianas huellas de algún conejo. Admirar la nueva arquitectura de los árboles, las suaves formas de las colinas, la brillante joyería de los tallos, el reluciente cristal de los canelizos en los tejados.
Respirar por la nariz sintiendo el aire glaciar penetrando dentro del pecho, beber un sorbo helado de la fuente, chupar un carámbano arrancado de su caño, tocar la nieve, probar su textura, romper las cristaleras de los charcos, resbalar por la plana pendiente de una calle...
El invierno llegó. Y con él vuelve mi infancia. Están frescas aún las sensaciones de mi invierno burgalés en la nevera de los recuerdos. Bienvenido, viejo amigo, con tus barbas de plata. Te echaba de menos.