El frío se había colado en sus huesos y la mortificaba con agujas que la atravesaban de dentro hacia fuera. Ni las batas ni las mantas lograban eliminar el temblor que sacudía su cuerpo, tanto de día como de noche, sin conseguir recuperar el calor que los abrigos le negaban. Se servía de un carrito de apoyo para recorrer con angustiosa dificultad el breve pero inmenso pasillo que separaba su habitación del cuarto de baño y del comedor, únicos destinos a los que podía dirigir sus débiles y frágiles piernas dentro de aquellas paredes. Una lluvia recurrente ensombrecía el aire y abatía su ánimo, sumiéndola en un mundo al que sólo ella accedía y nadie reconocía. El invierno parecía haberse confabulado con la lluvia para congelarla en una residencia donde lo peor no eran ni el frío ni la compañía de otros ancianos tan perdidos como ella, sino los brotes de lucidez en los que adivinaba que aquel podía ser su último invierno.