Revista Arquitectura

Invitado: Alejandro Dolina y las Crónicas del Angel Gris

Por Arqmarlis
Invitado: Alejandro Dolina y las Crónicas del Angel GrisInvitado: Alejandro Dolina y las Crónicas del Angel Gris
Estos textos de orgullosos fracasos fueron escritos en gran parte para la revista Humor. Cuando la fama radial del Negro comenzó fuertemente a crecer, se recopilaron en este libro, que hace 20 años mantengo en la mesita de luz. Una muestra de la elegancia y el ingenio de un personaje que ha tenido a la historia siempre como un punto de patida para la reflexión. Los invitamos a deleitarse con estos breves, esperando los incentive para acceder a la edición completa.
HISTORIA DEL QUE SE DESGRACIO EN EL TREN
Jaime Gorriti tomaba todos los días el tren de las 14.35
Y todos los días se fijaba en una estudiante morocha. Con prudente astucia trataba de ubicarse frente a ella y –a veces- ligaba una mirada prometedora.
Una tarde empezó a saludarla. Y algunos días después tuvo ocasión de hacerse ver, ayudando a recoger unos libros desbarrancados. Por fin, un asiento desocupado les permitió sentarse juntos y conversar. Gorriti aceleró y le hizo conocer sus destrezas de picaflor aficionado. No andaba mal. La morocha conocía el juego y colaboraba con retruques adecuados.
Sin embargo, los demonios resolvieron intervenir.
Saliendo de Haedo, la chica trató de abrir la ventanilla y no pudo. Con gesto mundano, Gorriti copó la banca.
- Por favor…
Se prendió de las manijas, tiró hacia arriba con toda su fuerza y se desgració con un estruendo irreparable.
Sin decir palabra, se fue pasillo adelante y se largó del tren en Morón.
Desde ese día comenzó a tomar el tren de las 14.10
HISTORIA DEL QUE ESPERÓ SIETE AÑOS
Jorge Allen, el poeta, amaba a una joven pechugona de los barrios hostiles.
Según supo después, alcanzó a ser feliz. Una noche de junio, la chica resolvió abandonarlo.
- No te quiero más- le dijo.
Allen cometió entonces los peores pecados de su vida; suplicó, se humilló, escribió versos horrorosos y lloró en los rincones. La pechugona se mantuvo firme y rubricó la maniobra entreverándose con un deportista reluciente.
El poeta recobró su dignidad y empleó tiempo en amar sin esperanzas y en recordar el pasado. Su alma se retempló en el sufrimiento y se hizo cada vez más sabio y bondadoso. Muchas veces soñó con el regreso de la muchacha, aunque tuvo el buen tino de no esperar que tal sueño cumpliera.
Más tarde supo que jamás habría en su vida algo mejor que aquél amor imposible.
Sin embargo, una noche de verano, siete años y siete meses después de su pronunciamiento, la pechugona apareció de nuevo.
Las lágrimas le corrían por el escote cuando confesó al poeta:
- Otra vez te quiero
Allen nunca pudo contar con claridad lo que sintió en aquellas horas. El caso es que volvió a su casa vacío y desengañado. Quiso llorar y no pudo. Nunca más volvió a ver a la pechugona. Y lo que es peor, nunca más, nunca más volvió a pensar en ella ni a soñar su regreso.
EL MURAL DE LA PIZZERÍA SAN CARLOS
Lucio Cantini –según se sabe- era un pintor de respetable talento. Es cierto que vendía pocos de sus cuadros, pero éste es un destino bastante frecuente en su profesión.
Tenía el artista un especial entusiasmo por las pinturas murales. Conocía todas las técnicas y había ideado métodos de trabajo ciertamente novedosos.
Sucede –desde luego- que casi nadie encarga murales y en veinte años de actividad, Cantini habría concretado solamente tres obras de ese género, dos de las cuales correspondían a paredes de su modesta pieza.
Pero una tarde de verano, Héctor Saponare, propietario de la pizzería San Carlos, le encargó que pintara totalmente una extensa pared del local que aparecía demasiado triste y vacía.
El artista aceptó sin discutir precios. Adivinó que aquel muro vacante era la posibilidad de su consagración.
Dos años tardó en preparar la pared, para preservarla de la humedad de los baños del fondo y del calor del horno en los tramos del frente. Intentó infinidad de bocetos, que el pizzero fue rechazando uno por uno.
El Pensamiento Puro, hostilizado por las fuerzas de la pasión y el desenfreno.
Los Últimos Instantes del Caos Esperando el Acto Creador, donde las cosas no son todavía, pero presentan ya la fuerza de su posibilidad.
Protágoras de Abdera, Parménides y Zenón de Elea, Empédocles de Agrigento, Thales de Mileto, Pirrón de Elis y Sócrates de Atenas discutiendo en el Hades con Diógenes Laercio, biógrafo de todos ellos.
El Integro Equipo de Boca en 1954 Derrotando a las Huestes Infernales, entre las que se adivinaban jugadores de River e Independiente.
Finalmente Saponare –sin mucho entusiasmo y después de exigir algunas correcciones- aprobó el diseño definitivo.
Se trataba de las Cinco Edades del Gaucho, pintura de tradición gauchesca, que seguía en cierto modo la inspiración de Hesíodo.
En el fondo, cerca de los excusados, la Raza de Oro. Allí se veían despreocupados paisanos comiendo frutos silvestres, bebiendo leche de oveja y perpetuamente jóvenes.
Más adelante, la Raza de Plata, con criollos pendencieros e ignorantes, sometidos a sus madres.
Luego la Raza del Bronce, comedores de carne que se complacían en la guerra.
Casi en el frente, la cuarta raza, también de bronce, pero más noble y generosa.
Finalmente la raza actual, de hierro: paisanos crueles e injustos que sin embargo –y tal vez para complacer al propietario- comen pizza y beben moscato con actitud satisfecha.
Cantini formó un equipo de ilustradores, dibujantes, coloristas ayudantes y aprendices. En su apogeo, el trabajo ocupó a setenta y cinco personas. A pesar de las protestas del pizzero, protegió la pared con altos biombos, para que los parroquianos no pudieran vislumbrarlas miserias de una obra inconclusa.
Cuatro años pasó el artista colgado de los andamios, retocando figuras y dando personalmente casi todas las pinceladas.
Se dice que, contrariando los bocetos, aparecían en ciertos templetes inscripciones forasteras como Pida Flan con Crema o Saque vale en la caja, líneas menos propicias de Hesíodo que del pizzero Saponare.
Cuando el portentoso mural estaba a punto de culminarse, el comerciante informó a Cantini que había vendido la pizzería. El nuevo propietario tenía pensado revestir las paredes de fórmica y prohibió a Cantini y a sus colaboradores el ingreso al local. Hoy la gigantesca alegoría yace bajo paneles relucientes y espejos horrorosos.
Pero en un ángulo, casi pegada al techo, una pequeña mano emerge del innoble revestimiento, como pidiendo socorro.
Lucio Cantini se retiró para siempre del arte. Cada tanto aparece por la pizzería, pide una porción de anchoa y un moscato y sueña con el día improbable en que los paisanos se sacudan para siempre las infames prisiones sintéticas que les imponen los mercaderes.

ALEJANDRO DOLINA. CRONICAS DEL ANGEL GRIS
BUENOS AIRES, 1988. EDICIONES DE LA URRACA

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