Revista Cultura y Ocio

“Invocación a la muerte” – Dioses, semidioses y astronautas | Nicolás Kingman Riofrío

Publicado el 20 abril 2018 por Iván Rodrigo Mendizábal @ivrodrigom

Por Nicolás Kingman Riofrío

(Fragmento de la novela Dioses, semidioses y astronautas de Nicolás Kingman Riofrío, publicado en diario La Hora, Quito, el 1ro. de agosto de 2010)

“Invocación a la muerte” – Dioses, semidioses y astronautas | Nicolás Kingman Riofrío

En su desesperación se había hecho morder por una serpiente. Por una coral de hermosos anillos rojos y negros como un collar, que había encargado secretamente a un campesino, quien le aseguró que esa sierpe poseía un veneno letal contra el cual no había antídoto alguno. Aparte de un enrojecimiento cutáneo superficial, ningún efecto le causó el veneno de la víbora. Frustrado en su primer intento suicida, tomó cianuro en una dosis prescrita para matar a un caballo y cuando también le fracasó ese recurso, probó bebedizos tóxicos de acción demoledora lo suficientemente eficaces como para hacer sucumbir a cualquier ser viviente. Nada de esto le sirvió para quitarse la vida. Por el contrario, después de cada una de estas experiencias aparecía más lozano y más vigoroso que antes.

-Es terrible -se decía- ¡nada puedo contra mi ser inmortal! Si me cortara las venas y dejara que mi sangre fluyese abundantemente y se derramase por doquier esparciendo su roja mancha como un reguero, como testimonio fehaciente de haber sido caudal de mi materia, de mi sustancia, al poco tiempo dejaría de salir, se coagularía cicatrizando las heridas, taponando los vasos vertedores. Nada me ocurriría. Lo único que me sucedería por toda consecuencia, sería el debilitarme por unas horas o por unos pocos días y nada más. Si buscando otro método, me pusiera una soga al cuello y me colgara de una viga, la más alta viga de las que hay aquí en mi cuarto, en mi prisión, es posible que durante algún tiempo permaneciera inconsciente mientras mi cuerpo girara y diera vueltas y más vueltas, danzando en el aire o balanceándose como un péndulo, siguiendo los movimientos de su sombra, persiguiéndola, estremeciéndose como un gallo ahorcado, convulsionándose, pero conservando la vida, existiendo siempre. Y si me diera un tiro de revólver -en caso de conseguir furtivamente un revólver- en la sien, en plena sien, que partiera mi frente como un macabro capullo de rosa roja, que perforara mi cabeza, que saltara mi masa encefálica, que me hiciera flaquear mis piernas y me hiciera caer de bruces al suelo, sobre el duro suelo, retorciéndome por fracciones de segundo como un reptil, tal vez exhalaría los últimos estertores del moribundo, pero al cabo de una mínima eternidad pasajera, nuevamente volvería a ser quien soy, retornaría a mi irrenunciable vida.

Aún más, si acaso se me ocurriera pedir a alguien que cubriera de estiércol mi cuerpo a manera de cataplasma, de pies a cabeza, para que irreconocible y desfigurado me echasen a un basurero para que me comieran los perros como lo hicieron con Heráclito el Oscuro que floreció allá por la 69 Olimpiada, estoy convencido de que los perros, en vez de devorarme me lamerían y gustando del estiércol, me dejarían más pulcro y limpio que antes.

Y por último, si prendiera fuego a esta casa y el fuego ­que según unos filósofos es principio y fin de todas las cosas (comienzo del ser y del nacer y causa del no ser y el perecer)­, en tremenda conflagración la envolviera en llamas, yo aquí en medio de ellas me quemaría, me convertiría en una tea, mi piel herviría como aceite y la carne exhalaría un olor nauseabundo, pero sólo por un momento. Al cabo de poco tiempo cicatrizarían las quemaduras, se secarían las llagas y otra vez estaría tan sano como siempre.

Mi drama, inexplicable para los mortales, es el resultado de mi soberbia, del brutal desafío que hice a la omnipotencia del Creador.

Porque yo he ido mucho más allá de los límites a los que está sujeto el hombre como atributo de la voluntad divina, ya que aspirando a durar, a permanecer en mi existencia, a ser un mortal-inmortal (como aspira todo ser), transgredí esa Ley Suprema, a sabiendas de que el cuerpo no es más que un instrumento del que se sirve el alma y que sólo le está unida por la acción que sobre él ejerce para vivificarlo. Dios creó el alma para regir al cuerpo y no lo contrario. Por eso es que solamente el alma puede ser inmortal, ya que es atributo de su pensamiento, mientras que el cuerpo es apenas un modo de expresar su presencia, siendo esta la razón por la que el alma no se destruye al separarse del cuerpo y en ella permanece algo que es polvillo sutil y eterno.

Al lograr la inmortalidad de mi cuerpo llegué a ser inmortal de cuerpo y alma y ahora mi alma no puede separarse de mi cuerpo, ni mi cuerpo dejar de tener prisionera a mi alma. Es por ello que mi alma está extenuada y ha perdido gran parte de su sustancia, no pudiendo ahora salvarse por sus propias fuerzas. Para liberarla y liberarme tengo que destruir mi cuerpo, cosa casi imposible, como ha quedado demostrado (L.Q.Q.D.).

Mas he aquí que siendo como soy un semidiós, poseo un don divino que es la ciencia y la ciencia me ha llevado a la sabiduría y la sabiduría me llevará al éxtasis que, una vez alcanzado, me dará la solución, la cual no puede ser otra que la de encontrar una fórmula negativa (+ = ­) que actúe y obre sobre la positiva (­ = +) que es aquella con la que obtuve la inmortalidad de mi cuerpo. Es decir, que tendré que hallar todas aquellas sustancias que sean contraindicadas, todas las opuestas o contrarias a esas que me sirvieron para inmortalizarme, a fin de obtener con su acción un efecto tal que mi organismo se vaya aniquilando y consumiendo hasta su extinción total, no importa en qué lapso, en qué corto o largo periodo de acción.
Entonces, solamente entonces, habré dejado de ser mortal-inmortal para pasar a ser inmortal-mortal y así salvarme.

En la noche profunda, en su cavidad -fuera- fugan, fulguran fugaces estrellas rutilantes. En el catre de las confidencias, en medio de pausas, de silencios, de caricias, de palabras, se agitan las pasiones palpitan.

-Puedo repetirte todo lo que dijo, lo que dijeron. Van a huir, eso planean.

-De los astronautas no te preocupes, estoy harto y mientras más pronto me zafe de ellos, mejor. Lo que importa es el viejo que todavía vale.

-Si es así, si se va el viejo, no te preocupes. Yo ya conozco casi todas las fórmulas, yo sé como se preparan las medicinas. Si se va, ¡se va! Yo puedo seguir al frente de todo sin necesidad de él.

-No seas tonta. Antes yo también creía lo mismo, creía que era cuestión de conocer la fórmula, de saber cómo se preparan los remedios. Pero después me he convencido de que no es cuestión de si éstos valen o no, de si sirven o no sirven. Se trata de quién los suministra, de la fe que se tenga en quien los da, en la creencia de que se hacen milagros. ¿Acaso no has visto que al viejo hasta se le arrodillan? ¿No te das cuenta de que con sólo mirarle los ojos los enfermos ya se sienten curados? ¿Crees que van a tener la misma fe en mí o en ti? ¡No seas boba! El viejo es un caso especial, un caso único; es como un santo, como un dios para las gentes y nadie podrá reemplazarlo.

-En ese caso, ¿qué podremos hacer?

-Redoblar la vigilancia, mantenerlo encerrado, no dejarlo salir ni por un instante y tratar de que los sobrinos se vayan para evitar que de algún modo le ayuden.

-Parece que eso ya lo tienen resuelto. Te voy a repetir palabra por palabra lo que hablaron. Yo escuchaba tras de la puerta:

-Tío querido, queremos que nos ayudes a hacer un viaje.

-Un viaje, un viaje es lo que más anhelo. Viajar como lo hacía antes, libremente, sin rumbo, tras las distancias…

-Lo que nosotros queremos es hacer un viaje a algún país donde nos comprendan y tiene que ser un viaje largo.

-El único viaje largo es el de la muerte.

-Es que ahora, gracias al telescopio, tenemos plena seguridad de la existencia del planeta Frías y es urgente que algún gobierno nos financie la construcción de un cohete. ¡Nuestro descubrimiento es el más grande del siglo!

-Yo he descubierto algo más grande, porque mi universo es mucho más amplio que el de ustedes. Yo encontré la fórmula de la inmortalidad, ahora trato de encontrar la que pueda mortalizar la inmortalidad.

-Nosotros necesitamos que los hombres de ciencia admitan la existencia del planeta Frías.

-Los hombres de ciencia viven equivocados, porque la ciencia en sí misma es un error. Todos han partido de bases falsas, por eso es que aún no se encuentra la panacea para la felicidad, que es lo que el hombre busca desde que es hombre.

-Tío querido, ayúdanos en nuestro proyecto.

-Para viajar a través del espacio, hacia el cosmos, no necesitáis de nave material alguna. La única nave con la que se puede realizar un sueño es la nave de nuestra propia ilusión.

-En esa ya hemos viajado, ahora queremos hacerlo realmente, físicamente, tal como se ha hecho siempre, en que primero se sueña y después se materializa el sueño.

-En eso tenéis razón, pero no considero necesario que tengáis necesidad de otra ayuda que la que yo pueda ofreceros.

-¿Y en qué consistiría esa ayuda?

-Escuchad y guardaros de decirlo a otros: desde hace tiempo he pensado en vosotros. He llegado a comprender que sois buenos e ingenuos, pero que tal como yo, sois víctimas de Monfilio, un hombre cruel como un demonio. De su perversidad y voracidad, nosotros somos cautivos. Él se ha enriquecido a costa mía, ha abusado de mi bondad y de todo lo que hago en bien del prójimo. Yo nunca pretendí cobrar por mis curaciones, porque eso era igual a prostituirme. La medicina debe estar al servicio del hombre y nadie debe valerse de ella para explotarlo. ¡Eso es una infamia! Monfilio ha abusado cínicamente de los dolientes y hoy me tiene secuestrado para seguirme utilizando. Vosotros habéis sido un fácil instrumento suyo, porque tal como yo, sois idealistas. Ahora tenemos que salvarnos, que liberarnos.
“Aunque mis caminos no son vuestros caminos”, como dice el Señor, estoy a punto de encontrar una solución para mí mismo y trataré de hallar otra para vosotros. En verdad, en verdad os digo que os ayudaré para alejaros de ese mal hombre por siempre.

Monfilio escuchaba a Gina con profunda atención. Estaba tan indignado que se revolvía en la cama y hasta bufaba.

-¿Estás segura de haber escuchado bien, de que todo eso fue lo que dijeron?

-Aún puedo oír la voz cascada, cansada del viejo. Creo haberte repetido palabra por palabra, sus palabras.

-¡Están locos, rematadamente locos! ¿Cómo puede él encontrar una fórmula para desaparecer y otra para viajes interplanetarios?

Permanecieron un buen rato en silencio. Gina acariciaba la cabeza de Monfilio, tratando de calmarlo, pero él seguía excitado.

-¡Carajo! -dijo al fin- ¡siempre hay alguna vaina! No bien logré desbaratar la huelga de los trabajadores haciendo que los metan presos y ahora surge el problema con el viejo. Gina, tienes que vigilarlo, solamente en ti confío.


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